Liam
Bajo las escaleras sin mirar atrás.
Ni siquiera cuando ella me llama.
Su voz resbala por mi nuca como una última oración, pero la piso. Necesito silencio. De cemento. De normalidad.
De todo lo que ya no soy.
La mañana es gris. Las calles están vacías. La ciudad aún no ha abierto los ojos, y yo nunca he estado tan despierto. Cada ruido resuena demasiado fuerte. Cada olor se infiltra, se agarra. La gasolina. El pan tostado. La sangre seca sobre el asfalto, donde un perro peleó la noche anterior.
No debería poder sentirlo.
Y, sin embargo.
Me detengo en el semáforo en rojo. Un gato negro cruza frente a mí. Se detiene. Me mira. Y siento que algo sube por mi garganta: un rugido grave, bajo, que no controlo. Desvío la mirada, con la respiración entrecortada.
No soy un monstruo.
No soy lo que ella dijo.
Regreso a casa. Ducha fría. Dos cafés negros. Tres cigarrillos fumados demasiado rápido. Nada apacigua ese rugido que late bajo mi piel, como una bestia enjaulada. Araña por dentro. Grita