Los últimos treinta días habían sido los mejores de su vida adulta, no podía calificarse de otro modo. Plenos de vértigo, ruptura de sus rutinas, habían ampliado su mundo con experiencias impensadas y ardientes en lo sexual, pero que implicaban jalones nuevos en su vida a todo nivel.
No había imaginado que la relación con un hombre podía tener dimensiones tan maravillosas. Había dejado de corregirse cada vez que mencionaba el término relación, tenía claro que no era una en el sentido estricto, al menos no una destinada a durar. El vínculo existía y le bastaba. Debía bastar.
No se castigaría por aceptarlo así, temporal, porque, aunque para él fuera un ligue, para ella significaba ruptura en su mundo gris, aceptación de sus deseos, darse permisos. Era una ruptura con las cadenas invisibles que la habían mantenido presa del pasado y de la opresión de una mente cerrada que creía que disfrutar del cuerpo y de lo que se sentía era malo. Ruptura con el dolor y la consideración del deseo y la