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El precio de amar… en tiempos de guerra

La noche había caído con una calma engañosa. Un leve escalofrío recorrió la espalda de Valery al salir al aire helado, y sintió una opresión sorda en el pecho, como si algo invisible la estuviera sujetando desde adentro.

Cada paso que daba parecía más pesado que el anterior, como si la ciudad entera respirara con dificultad y su aliento oscuro la envolviera sin piedad. El cielo, cubierto de nubes que reflejaban las luces de la ciudad, parecía más bajo de lo normal, como si presionara contra los edificios, como si la oscuridad estuviera descendiendo poco a poco.

La brisa era fría, cortante, impregnada de humedad y un aroma tenue a metal oxidado.

Valery caminaba con elegancia medida, enfundada en un abrigo negro de corte largo, cuyos pliegues se mecían con la cadencia de sus pasos. Sus guantes, de cuero ajustado, cubrían hasta más allá de sus muñecas, ocultando la palidez translúcida de su piel.

El cabello caía suelto sobre sus hombros, brillando bajo la luz de los faroles como una cascada de tinta oscura. Nada en su apariencia sugería vulnerabilidad, pero su interior era un torbellino de emociones, de pensamientos encontrados que golpeaban como olas contra un dique a punto de quebrarse.

Antes de tomar el transporte que la llevaría al trabajo, se detuvo en una tienda de esquina, una de esas que aún conservan el aire de los años noventa: vitrinas empañadas, posters antiguos de loterías y ofertas de cigarros, una lámpara parpadeante sobre la caja.

Pagó con billetes viejos y tomó un periódico del estante. Al salir, una ráfaga le levantó el cabello y ella lo sujetó instintivamente, sin prestar atención al resto del mundo.

Abrió el periódico y lo desplegó. El titular en letras negras parecía gritarle:

“Vancouver bajo alerta: asesinatos rituales y cuerpos mutilados preocupan a las autoridades.”

Caminó un par de cuadras con la vista fija en el texto y cada palabra era un eco de lo que temía. El artículo detallaba cuerpos hallados en callejones sin salida, drenados completamente de sangre, con mordeduras humanas pero imposibles de clasificar, símbolos tallados con precisión quirúrgica en las palmas y pechos de las víctimas. El patrón desconcertaba incluso a los investigadores más experimentados.

Algunos medios hablaban de cultos, otros de asesinos seriales, incluso de actos de canibalismo. Pero Valery sabía la verdad.

Cerró el periódico con una lentitud ceremonial, como quien cierra un libro prohibido. Se detuvo al borde de un paso de peatones, y mientras el tráfico rugía alrededor, cerró los ojos. El ruido comenzó a desvanecerse. Primero fueron los motores, luego los pasos, después las voces. El mundo entero pareció silenciarse para ella.

Se concentró.

Su don se activó como una corriente de electricidad bajo la piel, como un murmullo que crecía en intensidad hasta convertirse en un grito sin sonido. El bullicio desapareció por completo y, en su lugar, comenzaron a llegar las imágenes.

Rápidas, violentas y dolorosas.

Jóvenes vampiros del clan Volkov corrían por las calles como una marea salvaje. Había hambre en sus ojos, pero también locura. Entraban a clubes y a universidades, atacaban en callejones, en paradas de autobús, en parques.

No les importaban los testigos. Ya no les importaban las reglas. La discreción, aquella norma fundamental para la supervivencia de su especie, había sido arrasada. Dejaban los cuerpos donde caían, abiertos, vacíos, marcados como si fueran trofeos o advertencias.

Las paredes de los callejones estaban manchadas de rojo. Las verjas de los colegios parecían empapadas de lamentos. Los gritos de las víctimas resonaban en la mente de Valery, que lo sentía todo, lo absorbía como si lo viviera en carne propia.

Y en medio de esa visión, lo vio a él.

Ben Volkov. Alto, imponente, envuelto en sombras que parecían vivas, vestía un abrigo largo de piel oscura que parecía moverse con vida propia, ceñido a un cuerpo cuya rigidez evocaba a un depredador en reposo.

Sus manos, enguantadas con cuero sin brillo, se cruzaban a la espalda mientras su cabeza ligeramente inclinada lo hacía parecer un juez observando un mundo ya condenado. Bajo la sombra de su capucha, un destello rojo cruzaba por sus ojos cada vez que alguien caía. Guiaba desde la penumbra, su silueta era apenas visible, pero su influencia se extendía como un veneno en el agua. Su mirada era un abismo, su sonrisa un sello de muerte.

Estaba allí, mirando la ciudad como si ya fuera suya.

Y entonces, llegaron las visiones del futuro.

Hombres armados enfrentaban a vampiros en medio de calles en llamas. La ciudad estaba sumida en el caos. Cámaras grababan desde balcones, desde ventanas, desde los mismos cuerpos que caían. Los videos se viralizaban en cuestión de segundos. El secreto había muerto. Las autoridades humanas, antes cómplices silenciosos, ahora luchaban como bestias heridas.

Había fuego, había cenizas y había muerte.

El pacto de silencio, cuidadosamente construido durante siglos, sellado por los clanes ancestrales en un acuerdo prohibido frente al Concilio del Alba, cuando los humanos aún creían en demonios, pero no en monstruos con rostro, se resquebrajaba con un estallido.

Las redes sociales eran campos de batalla. Las noticias, gritos de guerra, y en cada imagen, Valery veía a su raza desaparecer… o volverse peores monstruos.

La conexión se rompió de golpe. Valery dio un paso atrás y apoyó una mano en la pared más cercana. Su respiración era entrecortada, sus labios estaban secos, y su cuerpo temblaba como si hubiera cruzado una tormenta.

Sintió el corazón latir con fuerza, no por necesidad, sino por angustia, a veces, la inmortalidad era una condena.

"¿Y se supone que yo gobierne en medio de esto?", pensó, mientras su vista se nublaba por un instante. Las palabras de Miroslava regresaron a su memoria, suaves y duras a la vez:

“Una cosa es jugar con fuego… otra es abrirle la puerta al infierno, y el amor, Alexandria, ha sido el inicio de muchas guerras.”

Llevó una mano a su vientre. Un gesto instintivo. No había nada allí. O tal vez lo había todo.

"¿Y si solo quiero ser madre… amar y desaparecer? ¿Y si todo este poder no me interesa si no puedo proteger lo único que me hace sentir viva?"

Subió al transporte público, aún aturdida. El movimiento del vehículo no la sacudía más que el de sus propios pensamientos.

Se sentó junto a la ventana, la ciudad pasaba frente a ella, fragmentada en luces que parpadeaban entre edificios, cada rostro anónimo que veía en la calle parecía condenado sin saberlo.

Pensó en Jacob, en su sonrisa, en cómo la miraba sin miedo, no solo era amor lo que sentía por él, era redención.

Jacob representaba la posibilidad de un nuevo comienzo, algo puro en medio del caos, era la esperanza de que aún podía elegir, que no todo estaba escrito en sangre.

También era tentación, porque lo hacía dudar de sus decisiones, de su rol, de su destino. En él veía lo que el mundo podría ser, si tuviera el valor de aferrarse a la luz en vez de a la oscuridad.

En cómo sostenía su mano sin saber el precio, y entonces, como una puñalada súbita, lo vio ardiendo, sangrando, atrapado entre el fuego y los escombros, víctima de una guerra que aún no comenzaba.

Su nombre era amor, y su destino… incertidumbre.

"¿Estoy llevándolo a la vida… o a la muerte?", se preguntó, mientras las lágrimas querían brotar, pero no lo hacían.

Los vampiros no lloran, no como los humanos.

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