Vancouver, iba tiñéndose de naranja las ventanas mientras la ciudad se preparaba para una noche más.
Valery, sentada frente a la pequeña mesa de su camerino, observaba su celular con una mezcla de tensión y deseo, las luces cálidas del bar aún estaban apagadas, y el silencio era interrumpido solo por el eco lejano de un contrabajo afinándose.
Valery, con su teléfono en mano, escribió despacio.
—Si esta noche no tienes planes… pásate por donde trabajo. Me gustaría que estés aquí, te espero. ―Y envió una dirección adjuntada al texto, era para Jacob.
No tardó mucho en obtener una respuesta.
“Dame veinte minutos”, contestó Jacob.
Al leerlo, el corazón de Valery dio un salto silencioso.
Se llevó una mano al pecho, como si quisiera contener algo que se escapaba entre sus costillas. Cerró los ojos un momento, dejándose invadir por una mezcla de alivio y miedo.
Pensó en lo fácil que era dejarse tentar por la idea de una noche común, de una vida humana, como si su vida no estuviera tejida de se