—Escúchenme bien —mi voz bajó, grave, con esa tonalidad que hacía que cualquiera se pusiera firme—. Por el bien de esa maldita sirvienta, más le vale que esté escondida por miedo. Porque si descubro que tuvo algo que ver con esto... lo va a pagar con cada maldito hueso de su cuerpo.
Los guardias asintieron de inmediato, visiblemente nerviosos, antes de salir apresurados por el pasillo.
Pero no había terminado.
—¡Y traigan también a una de las sirvientas de Rose! ¡Ahora! —agregué, elevando la voz.
—Señor... ellas están bien... —intentó decir uno, torpemente.
—¡No me importa cómo demonios estén! ¡No me interesa si están sanas, rotas o muertas! ¡Tráiganme a una, AHORA! —rugí, perdiendo por un instante la compostura.
El guardia palideció y salió casi tropezando por la puerta. Sabía que no volvería sin cumplir mi