Las personas parecían felices, al menos en apariencia.
Una atmósfera de júbilo —o algo que pretendía serlo— llenaba el lugar, donde la luz del sol se filtraba y proyectaba sombras sobre los muros dorados. El aire vibraba con el eco de la música, con los murmullos de cientos de voces mezclándose en una melodía disonante. Todo brillaba, todo resplandecía... y sin embargo, bajo ese esplendor, se respiraba tensión.
Era una alegría forzada. Una celebración construida sobre miedo.
El lugar estaba repleto. Hombres y mujeres de todas las edades se apiñaban en masa, ataviados con sus mejores galas, intentando mantener la compostura en medio del sofocante calor y la expectación general.
Algunos rostros mostraban entusiasmo sincero; otros, una indiferencia tan fría como la mía. No todos deseaban estar allí, pero la obligación pesaba más que el deseo.
Uriel había ordenado que nadie se ausentara.
Quería que tod