—Esa no era ella —dijo, con una certeza tan rotunda que me dejó sin aire.
Lo miré, desconcertada. Mi corazón, que llevaba días encerrado en una jaula de angustia, dio un salto, como si despertara de un sueño largo y oscuro.
¿Eso significaba que…?
—¿En serio? —pregunté, con la voz quebrada entre el miedo de creer y la necesidad de hacerlo.
Él asintió sin apartar la mirada. Y en ese instante, todo cambió.
—¡Por los dioses! —exclamé, sintiendo cómo las lágrimas me ardían en los ojos, pero esta vez con otro sabor—. Menos mal... realmente temí lo peor. Sabía que ella no podía caer tan fácilmente. ¡Sabía que no!
Me aferré a su brazo, temblando de emoción.
—¿Dónde está? Quiero verla. Por favor, llévame con ella.
Por primera vez en semanas sentí que respiraba de verdad.
Mi alma, hecha pedazos por la pérdida, parecía recomponerse poco a poco. Saber que