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El cielo estaba gris. No tormentoso, no desgarrado. Solo... gris.

Como si incluso el día entendiera que debía guardar silencio.

Nos reunimos al pie de la Colina de Alzhan, donde las hogueras aún dejaban cicatrices en la tierra. Miles de personas, en su mayoría enlutadas, se arremolinaban en círculos concéntricos. Cada uno con algo en las manos: una flor seca, una piedra marcada, una cinta negra.

Yo no llevaba nada.

Solo el colgante.

Aquel que había llevado desde que mamá me lo colgó al cuello en el último solsticio que compartimos. Tenía forma de media luna, forjado con plata lunar pura. Nunca lo usé

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