Un rincón en la nada

El aire del bosque olía a tierra húmeda y libertad. Alcira corría entre ramas y raíces, sus pies descalzos arañados, su vestido destrozado hasta parecer un harapo. La magia que había usado para abrir la puerta aún le temblaba en las venas, como una chispa que se negaba a apagarse. No entendía qué había pasado, solo sabía que no podía quedarse ahí. Ni un segundo más.

Llevaba dos días sin comer, apenas había dormido, pero algo más fuerte que el hambre o el miedo la impulsaba: la certeza de que si no escapaba, no volvería a ver la luz del sol.

La encontró una carreta desvencijada, guiada por un anciano que llevaba sacos de trigo. Apenas pudo hablar, le pidió agua, le dijo que venía huyendo de hombres peligrosos. No preguntó más. Alcira sabía que, en ciertas regiones, el silencio era la única forma de bondad.

El viaje duró horas. Dormitó entre los sacos, y cuando abrió los ojos, ya no había bosque. Solo campos abiertos, colinas suaves, y al fondo, una pequeña aldea, con casas de piedra, gallinas sueltas, y humo saliendo de las chimeneas.

—Esto es Altavilla —dijo el anciano—. No hay nobleza, ni soldados aquí. Solo viudas, campesinos y pastores. Nadie vendrá a buscarte.

Alcira lo miró, los labios temblorosos.

—¿Por qué me ayuda?

El hombre sonrió.

—Porque pareces alguien que ha visto el infierno… y ha tenido el valor de correr.

La dejó frente a una casa sencilla, de tejas rojas y jardín descuidado. Alcira titubeó, pero antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió. Una mujer de rostro redondo, con el cabello recogido en un pañuelo, la observó en silencio. Siete niños se asomaban detrás de ella, como pollitos tras la gallina madre.

—¿Qué clase de lío te trajo hasta aquí? —preguntó la mujer, con voz firme.

Alcira bajó la mirada.

—Solo… necesito un lugar donde esconderme. Unas semanas. No le haré daño a nadie, se lo juro.

La mujer la estudió durante un instante. Luego abrió más la puerta.

—Si no le haces daño a mis hijos, puedes quedarte. Pero aquí se lava, se cocina y se barre. No tengo lugar para princesas.

—No soy una princesa —dijo Alcira.

—Perfecto. Entonces manos callosas no te asustarán.

Esa noche durmió en una pequeña colchoneta junto al hogar de leña, con una de las niñas acurrucada a su lado. No había lujos. No había perfumes. Solo calor humano y un cuenco de sopa que le supo a cielo.

Durante los días siguientes, Alcira trabajó como nunca lo había hecho. Aprendió a cargar leña, a ordeñar cabras, a encender el fuego con una sola chispa. Los niños la observaban con una mezcla de curiosidad y admiración. A veces, en secreto, les contaba historias inventadas al borde de la cama, sobre damas valientes y caballeros leales.

Pero cada noche, al cerrar los ojos, las imágenes volvían: la celda oscura, el hombre encapuchado, y la voz que le exigía decir qué poderes tenía. Aún no sabía la respuesta. Solo sabía que había roto cadenas con la fuerza de un pensamiento… y abierto una puerta con una súplica.

Una tarde, mientras barría el umbral, uno de los niños, Timo, de apenas cinco años, tiró de su falda.

—Alcira, ¿puedes volver a hacer lo de la flor?

Ella frunció el ceño.

—¿Qué flor?

—La que tocaste ayer. Se había marchitado… y cuando tú la acariciaste, volvió a abrirse.

Ella se congeló.

—¿Estás seguro?

El niño asintió muy serio.

Alcira caminó hacia el pequeño jardín. Había una hilera de margaritas. Extendió la mano, casi con miedo, y la colocó sobre una flor caída. Cerró los ojos. No dijo nada.

Sintió un cosquilleo en los dedos.

Cuando abrió los ojos, la flor estaba erguida, fresca como si acabara de brotar.

Alcira dio un paso atrás, la respiración agitada.

No puede ser.

La viuda la observaba desde la ventana. No dijo nada. Pero más tarde, cuando estuvieron solas en la cocina, le habló con voz grave.

—Tú no eres una muchacha cualquiera. Lo supe desde que te vi.

Alcira apretó los labios.

—No lo sé. No entiendo qué me pasa. No sé quién soy.

La mujer se acercó, le colocó una mano en el hombro.

—Tú eres lo que siempre fuiste. Pero ahora el mundo te está mostrando quién puedes ser. No lo niegues. No lo escondas.

Alcira la miró, y por primera vez en muchos días, no sintió miedo. Solo una pregunta en el fondo de su alma:

¿Y si siempre fui magia? ¿Y si la luz en mí nunca estuvo dormida… solo esperando que dejara de temerla?

Pasaron tres semanas en Altavilla.

Alcira, con las manos curtidas y el corazón aún tembloroso, comenzaba a sentirse parte de algo distinto. No era su mundo de salones con cortinas de encaje ni de tazas de porcelana. Pero había verdad en esas paredes de piedra. Verdad en la risa de los niños, en la voz fuerte de la viuda que la cuidaba como si fuera una hija más.

Y sin embargo… algo en su interior empezaba a agitarse. Soñaba con una voz desconocida que le susurraba su nombre. Con una luna roja que flotaba sobre un lago. Con fuego que brotaba de sus propias manos.

Una noche, la más pequeña de los niños, Lola, cayó enferma. Fiebre alta. Espasmos. La viuda intentó calmarla con paños húmedos, con hierbas, con oraciones. Nada funcionaba.

Alcira se arrodilló junto a la cama, con lágrimas en los ojos.

—Déjame intentarlo —dijo sin saber siquiera qué quería hacer.

La viuda la miró, dudosa… pero dio un paso atrás.

Alcira tomó la pequeña mano de Lola. Estaba ardiendo.

—Por favor… —susurró—. Ayúdame a salvarla.

Entonces sintió el calor en su pecho. Una energía que no era suya, pero que respondía a su desesperación. Cerró los ojos y dejó que la fuerza fluyera por sus brazos. Sus manos se iluminaron con un resplandor suave, dorado, como la luz del sol filtrada por un vitral.

La fiebre se desvaneció

Lola suspiró. Abrió los ojos.

La viuda se persignó, sin palabras.

Pero no todo estaba bien.

Esa noche, cuando los niños dormían, Alcira salió al jardín para respirar. El mundo parecía en calma. Pero de pronto… la tierra tembló.

Un murmullo surgió del suelo. Una voz ronca, como si hablara desde las raíces de la tierra.

—Has sido encontrada.

Una grieta se abrió ante sus pies, y de ella brotó una criatura de sombra. Un cuerpo sin forma, con ojos rojos brillantes, y una voz que la atravesó como una daga.

—Tu luz no nos pertenece. El fuego no te acepta.

Alcira retrocedió, el corazón desbocado.

—¿Qué eres?

—El guardián del sello. El que cierra lo que no debe ser liberado.

El suelo se agrietó más. Las flores del jardín se marchitaron al instante.

Y entonces, algo despertó en Alcira. Algo ancestral.

Extendió las manos, y sin pensarlo, gritó:

—¡Luz, protégeme!

Una barrera luminosa estalló desde su pecho, envolviéndola. La criatura chilló, retrocediendo. La luz lo quemaba. Alcira no sabía cómo lo estaba haciendo, pero no podía detenerse.

—¡Vuelve a la oscuridad de donde saliste!

Con un último resplandor, el ser se desvaneció en cenizas.

El jardín quedó en silencio.

Ella cayó de rodillas, jadeando.

Y en la tierra, donde la grieta había estado, apareció una marca: la misma flor de seis pétalos atravesada por una línea dorada.

Esa misma noche, la viuda la encontró sentada, temblando junto al pozo.

—Lo vi todo —le dijo, en voz baja—. Tú eres de los antiguos.

—¿Qué significa eso?

La mujer se sentó a su lado, la miró con seriedad.

—Significa que no estás escapando de tu destino. Solo estás empezando a caminar hacia él.

Dos días después del ataque de sombra, Alcira aún sentía los latidos del miedo vibrando en su pecho. Pero junto al miedo también había una fuerza nueva. Una certeza que la empujaba a descubrir más. A entender qué era eso que vivía en su interior.

Esa mañana, mientras ayudaba a la viuda a limpiar el granero abandonado junto al huerto, notó algo extraño en una de las paredes de piedra. Un hueco cubierto por ramas secas y telarañas. Lo que parecía, a simple vista, una rendija sin importancia, escondía una puertecita de madera que crujía como si no hubiera sido abierta en siglos.

Alcira se inclinó y la empujó con fuerza. Tras unos segundos de resistencia, se abrió con un sonido áspero.

—¿Qué hay ahí? —preguntó la viuda, intrigada.

—No lo sé… parece una especie de sótano.

La viuda, con gesto prudente, le ofreció una vela encendida.

—Ten cuidado, muchacha. Algunas puertas guardan secretos que no quieren ser recordados.

Alcira bajó por unos peldaños de piedra húmeda. El aire era frío, denso, con olor a polvo antiguo. La habitación era pequeña, con una sola estantería carcomida, y al fondo, una mesa cubierta por una manta raída.

Sobre la mesa, como si hubiera estado esperándola todo ese tiempo, descansaba un libro. Un tomo grueso, encuadernado en cuero oscuro, con un símbolo grabado en la portada: la flor de seis pétalos atravesada por una línea dorada.

El mismo símbolo que había aparecido en la tierra cuando la criatura de sombras fue destruida.

Alcira tragó saliva. Extendió la mano. El libro estaba tibio al tacto, como si respirara.

Apenas lo abrió, las letras brillaron suavemente en un tono ámbar. No estaban escritas con tinta común. Eran palabras vivas. Cambiantes. Palabras que la esperaban.

La primera página decía:

"Alcira Zuanich"

Sus manos temblaron.

—¿Cómo…? ¿Cómo sabe mi nombre?

Pasó la página.

“El linaje de Illyria fue silenciado durante la Gran Quema. Las mujeres de esta sangre portan el fuego y la luz. Sanan. Protegen. Y cuando se les niega su verdad… la magia duerme.”

Alcira se quedó paralizada. ¿Sanar? ¿Proteger? ¿Fuego y luz?

—¿Mi madre? ¿Mi abuela? ¿Eran como yo?

Siguió leyendo.

“Durante siglos, los protectores de la oscuridad buscaron destruir a las hijas de Illyria. Pero la magia, cuando es verdadera, nunca muere. Solo se oculta. Solo espera.”

La vela parpadeó. Alcira sintió una punzada en el pecho, como si algo dentro de ella despertara palabra por palabra.

Volvió la página. Un mapa apareció, dibujado con tinta viva. Marcaba un camino desde Altavilla hacia el norte, más allá del bosque, hacia un lugar marcado como "El Corazón Dormido".

—¿Qué es eso?

Entonces el libro se movió entre sus manos. Letras nuevas aparecieron.

“Allí encontrarás las respuestas. Pero cuidado: no eres la única que ha despertado. Otros también te buscan.”

Las palabras se desvanecieron y el libro quedó en blanco. Como si hubiera dicho todo lo que debía por ahora.

Alcira cerró el tomo y lo sostuvo contra su pecho.

Cuando subió de nuevo, la viuda la esperaba en la puerta.

—Ese libro… lo guardó mi madre. Me dijo que alguna vez vendría alguien a buscarlo. Nunca supe a qué se refería. Hasta hoy.

Alcira la miró, los ojos ardiendo de emociones.

—No puedo quedarme. Hay algo más allá, algo que tengo que encontrar. Creo que… creo que todo esto tiene un propósito.

La viuda asintió.

—Llévate lo que necesites. Y ve con cuidado, Alcira. No confíes en todo aquel que diga querer ayudarte.

Esa noche, bajo la luz de las estrellas, Alcira escondió el libro en una bolsa de tela y se preparó para partir. Ya no era solo una joven noble vestida de rosa. Era algo más.

Algo que había estado dormido durante siglos.

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