Cuando Giorgia ve entrar al restaurante a Julian y dirigirse a su mesa, lo mira frenéticamente, buscando alguna discrepancia en sus rasgos. Algo, cualquier cosa, que le diga que no es el mismo imbécil de la cita a ciegas. Pero la forma en que los ojos de Julian se estrechan sobre ella, cuando la saluda, le dice que no la encontrará.
Un par de fríos ojos azules la observan fijamente. Ojos que se grabaron en su cerebro hace tan solo un mes.
«No puede ser él. No puede».
La intensidad de su mirada la inunda de recuerdos: las cosas que dijo; su voz arrogante y cruel murmurando palabras hirientes; la mueca de repugnancia en su rostro; su mirada altiva y cargada de una total repugnancia dirigida hacia ella.
Ahora lo vuelve a ver en el último lugar que esperaba y la rabia la envuelve.
—Giorgia, ¿ya conocías a mi hijo, Julian Lerner? —pregunta Joseph, obligando a Giorgia a reaccionar rápidamente.
—No. No lo conocía —responde con prisa, por encima del siseo de Julian, que parece iba