El viento frío de Nueva York soplaba aquella mañana, como si la ciudad supiera que algo importante estaba por suceder. Gabriele se asomó por una de las enormes ventanas de la mansión, rodeado del silencio elegante de ese lugar que, para él, ya sentía como su hogar. Desde allí, observaba cómo el mundo seguía su curso, distraído e indiferente. Al principio, aquel lugar parecía una jungla de cemento, pero ahora empezaba a sentirse más familiar… y también más difícil de dejar atrás.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó Luciano.
Gabriele no respondió de inmediato. Su pecho se sentía pesado, pero sus manos estaban firmes sobre la maleta. Había estado preparándose para este momento durante semanas, y aun así, su corazón latía como si fuera la primera vez que se iba.
—Sí… estoy bien —dijo lentamente, dándose la vuelta para mirarlo a los ojos. — Solo que te voy a extrañar muchísimo, amor. Sé que necesito terminar lo que empecé… volver a pintar, a estudiar, a ser yo mismo.
Luciano lo miró con una exp