El clima en Milán esa mañana tenía un tono distinto. La lluvia caía fina, persistente, sin parar. El aire era espeso, opaco, casi inmóvil. Todo parecía ir más lento, como si la ciudad entera fluyera en pausa. Gabriele estaba de pie frente al closet, sin prisa, mirando la ropa colgada como si alguna prenda fuera a resolverle el día. No sabía qué ponerse, no porque no tuviera opciones, sino porque nada parecía coincidir con lo que sentía en ese momento.
Después de tanto pensarlo, optó por un suéter burdeos de cuello alto, suave y cálido, como una especie de escudo contra el gris que se colaba por su ventana. Luego, se puso un abrigo largo de lana azul marino, ajustado, que le daba forma al cuerpo esbelto. Eligió unos pantalones de vestir rectos en tono carbón y unas botas negras impermeables. Se envolvió el cuello con una bufanda de punto grueso.
Luciano entró en su habitación, se acercó por detrás mientras él ajustaba la bufanda, y lo abrazó delicadamente. Se inclinó hasta rozar con la