—No —gruñí—. No te vas a librar de esto. Tú lo pediste. Rogaste por esto cuando me abriste esos muslos bonitos. Cuando me miraste con semen en la barbilla y lágrimas en las pestañas, y me dijiste que eras mía.
Apreté los dientes. Embestí más profundo. Más duro.
—No puedes hacerte la inocente ahora —siseé—. No cuando he estado dentro de tu garganta. No cuando he pintado tu matriz dos veces y la vi gotear de vuelta mientras gemías y rogabas por más.
Ella sollozaba debajo de mí. Pero no por dolor. Su coño estaba empapado. Desbordándose. Ordeñándome con cada embestida como si su cuerpo quisiera el castigo. Como si ya no supiera sentir otra cosa.
—Ni siquiera sabes lo peligroso que es esto, ¿verdad? —susurré—. Eres una bebé. Dieciocho. Fresca. Y yo soy lo suficientemente viejo para ser tu puto padre.
Me incliné sobre su espalda. Le mordí el hombro. Arrastré mis dientes por su columna vertebral.
—¿Crees que algún chico de tu edad puede follarte así? ¿Crees que él sabe cómo estirar tu coño ta