Julieta despertó al sentir los dedos de Michael rozarle la espalda. No era una carrera casual. Era posesivo. Lento. Intencionado. El sol apenas despuntaba por la ventana, pero él ya estaba despierto, observándola como si fuera su tesoro más valioso.
—No te muevas —ordena en voz baja, con ese tono grave que siempre le erizaba la piel.
Ella obedeció sin pensar. No por miedo, sino porque su cuerpo ya había aprendido a responderle. Michael era así: exigente, protector, envolvente. Y ahora ella no solo era suya, también le pertenece.
— ¿Dormiste bien? —pregunta él, con los labios rozándole el cuello.
Julieta ascendió, sin poder hablar. Sentía el corazón desbocado. Se siente llena. Lo siente aún dentro de ella, con una ërecciön.
Michael sale de dentro de ella, la gira con suavidad, hasta quedar sobre ella. Sus brazos formaban una jaula segura, una prisión que ella no quería abandonar. Vuelve a pënëtrarlä lentamente.
—Eres mía, Julieta. ¿Lo sabes verdad? —le susurra, rozando su nariz con la