El estadio vibraba aquella tarde.
Los reflectores iluminaban la cancha y el rugido del público hacía temblar las gradaciones. Scott Alonso Bianchi corría con energía renovada, esquivando defensas, lanzando pases perfectos, anotando con una fuerza y destreza que le valieron varias ovaciones.
Ese año era el suyo.
—¡Bianchi Caruso! —gritó su entrenador, dándole una palmada en la espalda—. ¡Eso fue increíble, muchacho! ¡Las grandes ligas ya están preguntando por ti!
Scott sonoro de medio lado, secándose el sudor de la frente. Sentía la adrenalina en cada vena. El esfuerzo de años finalmente comenzaba a rendir frutos.
Nada podría arruinar ese momento…
Eso decía.
-¡Miguel! —escuchó una voz masculina cercana.
Se giró apenas, reconociendo esa voz familiar... y ese nombre maldito.
Allí, a pocos metros, vio a Michael Barrientos, con su típica chaqueta elegante, rodeado de algunos jugadores y periodistas deportivos.
Hablaba animadamente, como si fuera el dueño del mundo.
Scott entrecerró los o