El día del parto llegó de improviso.
Julieta estaba acomodando ropa de bebé en una cómoda recién instalada cuando sintió una punzada aguda en el vientre.
—Oh, no... —jadeó, apoyándose contra la pared.
Otra contracción, más fuerte.
El pánico la envolvió. ¿Y si el bebé venía demasiado rápido? ¿Y si estaba en peligro?
Temblando, tomó su celular. Llamó a su madre: buzón de voz. Llamó a su padre: nada.
Y Valentina estaba en el colegio.
—¡Mar maldita! —gritó, con lágrimas en los ojos.
Entonces le grabé a Michael.
Con dedos temblorosos, marcó su número.
—¿Julieta? —Lo contestó al instante.
—Michael... creo... creo que es hora —jadeó, intentando controlar el dolor.
—¡Voy para allá! ¡No te muevas!
Michael llegó en menos de diez minutos, derrapando frente a su casa.
Se bajó corriendo, la encontró encorvada en el sofá.
—¡Julieta! ¿Estás bien?
—No... —gimió ella—. Duelo mucho...
—Vamos, mi amor. Ya es hora. Estoy aquí.
La carga en brazos con una ternura brutal y la metió en la camioneta. Luego re