Lucas me lleva a casa. Espero que mis padres estén allí, pero cuando llegamos, su auto no está. Salto de la camioneta y me comunico con ellos por el enlace mental, esperando que no estén lejos o que ya vengan de regreso.
—¿Dónde están? —pregunto.
—Estamos haciendo las compras, ¿qué pasa, Calabacita? —responde papá.
—Estoy en casa, vine a recoger unas cosas, pero no están aquí.
—Debes habernos perdido por poco; la ventana del baño está abierta. Si nos hubieras avisado, te habríamos esperado.
—Todo bien, entonces voy a entrar por mi cuenta —me río ante la idea.
—Está bien, Calabacita.
Me estremezco ante el apodo.
—Papá, en serio tienes que dejar de llamarme Calabacita.
—Pero ese es tu nombre.
—No, no lo es. Mi nombre es Elara —le digo.
—Pero para mí, siempre serás mi pequeña Calabacita —replica.
Gimo por dentro. No vale la pena discutir. Estoy segura de que cambiaría mi nombre legalmente si pudiera. Todo por un incidente con una calabaza cuando era bebé, un episodio que nunca me dejará