Al llegar al hotel, las camionetas se estacionaron frente al vestíbulo como si se tratara de la llegada de un dignatario extranjero. El gerente general aguardaba en la entrada, flanqueado por varios empleados, todos alineados con un rictus tenso en el rostro.
—Señores Falcone… —atinó a decir.
—No digas nada y llévanos adentro.
La voz del patriarca no admitía réplica. No era momento de cortesías.
—S-sí, señor. Por favor, acompáñenme.
El tono del gerente dejaba entrever el temor que lo dominaba, aunque intentaba mantener la compostura. Sabía que, si los Falcone se quejaban del hotel, su cabeza sería la primera en rodar.
Peter caminaba entre los dos hermanos, sumido en pensamientos oscuros. Sabía que tarde o temprano tendría que dar muchas explicaciones. Y lo peor era que la suite a la que los conducían era la misma en la que se había estado quedando con sus sirenas.
El golpe del aroma a cereza y coco lo hizo estremecerse apenas cruzó el umbral. La habitación había sido preparada para ce