Bajo el reflejo del lago

El salón principal aún estaba lleno

con los invitados más importantes, y la música clásica, ahora era solo un eco lejano detrás de las puertas doradas. Afuera, en el mirador del hotel, una brisa helada arrastraba el aroma del lago artificial, cuyas aguas oscuras reflejaban las luces tenues del jardín como si fueran estrellas caídas.

Kira que se había preparado para irse luego de darle las buenas noches, por qué no tiene caso hablar con ese mujeriego de m****a.

Su vestido de cristales Swarovski resplandecía como hielo bajo la luna. El sonido de sus tacones de cristal retumbaba con rabia contenido. Su abuelo había logrado lo que quería. Estaba prácticamente comprometido con un enemigo. Un traidor disfrazado de heredero. Y aunque le gustaba (cosa que no admitiría ni muerta) no estaba despierta a dejarle las cosas fáciles.

—Y ahora huyes como si yo te hubiera hecho daño? —La voz grave de Konstantin rompió el silencio como un disparo seco.

Ella giró en seco.

—No tengo por qué escucharte, mujeriego empedernido. Solo sirves para dar problemas, debes eliminarte cuando pude —escupió, dándose media vuelta.

Pero él la alcanzó. Le sujetó del brazo con firmeza, sin brusquedad, solo lo suficiente para hacerla girar hacia él.

—Suelta o no responde— ordena.

—No ¿Quieres que te confirme, el porqué no me mataste?—responde él con calma gélida.

Y entonces, sin aviso, la jala y la besó.

Un beso robado. Salvaje. Cargado de todo lo que ella odiaba y que, en el fondo, no entendía por qué le erizaba la piel.

Kira reaccionó como una cobra. Le soltó una bofetada tan fuerte que sonó en el aire helado, y luego levantó la pierna con furia, apuntando al abdomen. Konstantin la esquivó riendo, con las manos en alto, como si fuera un espectador en su propia ejecución.

—Así te entrenaron los Ivanov? Muñeca diabla—provocó.

Ella respondió con un golpe directo al pecho. El impacto resonó con fuerza, pero él apenas retrocedió un paso. Sus tacones de cristal se clavaban en los adoquines, pero no perdía el equilibrio. El vestido se pegaba a su cuerpo como una armadura de brillantes. Se movía como un cisne enfurecido sin importar que se le viera la ropa interior de encajes en la cadera, por uno de los dobladillos o hendidura.

—¡Eres un cerdo, una ególatra de m****a! —gritó ella, lanzando otro golpe.

Él la esquivó de nuevo y aprovechó para tomarla de la pierna elevada, atrayéndola. Ella intentó patearlo, quitárselo de encima, pero él se giró con ella y la sujetó por la cintura, la espalda de ella chocó contra su pecho.

—Basta. No quiero pelear contigo, Kira. No eres mi enemiga —susurra con voz grave cerca de su oído.

Ella intentó soltarse. Él la dejó, pero antes de que pudiera alejarse, volvió a besarla en el cuello dejándole un chupetón. Ella se giró y atrapó sus labios.

Esta vez fue más lento mientras agarraba su mandíbula para que no la abriera y lo mordiera. Más cruel. Una provocación directa a su autocontrol.

Ella lo empujó con fuerza.

—¡Te odio! —dice, respirando agitada—. Eres peor de lo que imaginabas. Una escoria.

—Yo también me odio un poco —sonríe él—. Pero admito que me gustas más cuando eres peligroso y prohibido.

Ella lo mira como si quisiera matarlo, pero sabe que está perdiendo. No la batalla... algo más íntimo. Más silencioso. Ella se sentía en guerra con ella misma. Por gustarle y peor aún por querer más.

—Esta guerra aún no la ganas tú, Vólkov—gruñe ella, dándose media vuelta.

—No me interesa ganarte —murmura él con una media sonrisa—. Me interesa que no huyas de lo que sientes además del odio.

Kira lo mira con esa chispa peligrosa en los ojos. Sus labios aún ardían por el beso, y eso la enfurecía más que cualquier provocación verbal. Se giró para irse, pero la rabia le ganó.

Sin pensarlo, giró sobre sí misma y lanzó un golpe certero… directo a la entrepierna.

—¡Mar maldita! —gruñe Konstantin, doblándose hacia adelante mientras el aire le abandonaba el cuerpo como si hubiera recibido una bala.

Kira no se detuvo. Lo empujó con fuerza y ​​él, aunque resentido, logró aferrarse a su brazo y detener su retirada.

—¡¿Estás loca?! —escupe con furia—. ¡Te pasaste de la raya! ¡Mierda, mis guevos!

—¡Ni siquiera él empezó! —le grita, y arremete otra vez con una combinación de patas y puñetazos.

Y entonces todo se descontroló.

El sonido del agua movida por el viento quedó ahogado por sus gruñidos, pasos entrechocados y el crujir de la tela de sus trajes de gala. El vestido de Kira brillaba como una bandera de guerra mientras giraba y esquivaba, sus tacones desafiaban la lógica al mantenerse firmes en el combate. Konstantin ya no se limitaba a esquivar: ahora respondía. Sin violencia letal, pero con toda la rabia contenida de años entre sus familias.

Eran dos linces enfurecidos. Dos bestias enjauladas por siglos de rencor.

Hasta que, en medio de un agarre que los dejaron enredados, respirando agitadamente, él detuvo el movimiento de golpe. Sus pupilas se afilaron.

—¡No te muevas!—susurra con voz seca.

—¿Qué? —jadea ella, con el brazo en su pecho casi dando un golpe que lo sacaría de su centro.

—Alguien se acerca… y creo que tenemos un francotirador —dice, bajando la mirada lentamente como si midiera algo.

Ella tensó el cuerpo, vio gente acercándose admirando los jardines, pero antes de que pudiera preguntar más, él la jaló de golpe, atrapándola en un abrazo rudo, girando sobre sí mismo para poner su espalda hacia la supuesta amenaza.

—No te muevas, creo que viene. por tí—volvió a decirle en un tono más suave, más cálido, mientras bajaba su cabeza hacia su cuello.

— ¿Dónde está el francotirador? —susurra ella, clavando sus uñas en su brazo, tratando de mirar por encima de su hombro.

Él sonríe. Inclina su rostro y besa su cuello, lento, descarado, con lamida incluida, mientras murmuraba contra su piel:

—Aquí mismo...

—¡Hijo de...! —Kira lo empuja con fuerza, sus mejillas encendidas de furia e indignación—. ¡Juegas con todo, incluso con eso!

—Me estás volviendo loco, Kira —confiesa él sin rodeos—. Si no te beso, te golpeo. Si no te agarro, te pierdo. Eres la única que me descontrola tanto y quiero averiguar por qué.

—¡Estás enfermo! —grita, y sin mirar atrás, da media vuelta y corre de regreso al salón.

Minutos después, las luces cálidas del interior la envolvieron como un escudo. La música volvió a sonar, los invitados seguían bebiendo champaña y fingiendo paz. Kira caminó entre ellos como una reina herida, como una guerrera sin escudo, pero con la cabeza en alto.

Mientras tanto, afuera, Konstantin se quedó junto al lago, con la respiración acelerada, una mano en la cadera aún resentida por el golpe y la otra sobre su corazón, que no sabía si latía por la pelea… o por ella.

Mira a su entrepierna, algo excitado le empezaba a apretar el pantalón.

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