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Fidelidad Tensa
Fidelidad Tensa
Por: Francesca Di Gianvito
Introducción El Secreto

El café siempre olía a canela y nostalgia. Allí, en la mesa junto a la ventana, Sofía se enamoró de Elías. No por su sonrisa, sino por el silencio con el que elegía sus palabras. Elías era un hombre de secretos hermosos: leía a medianoche, coleccionaba relojes averiados y su pasado era una página en blanco. Un mes después de conocerse en la tienda de vinilos

El Pentagrama Perdido, compartían piso, el romance era una hoguera que crecía sin control, y Sofía ignoraba la quietud que a veces se posaba en los ojos de Elías.

​Esa noche, sin embargo, el silencio de Elías era distinto: era ausencia.

​Sofía despertó a las tres de la mañana. Su lado de la cama estaba frío. La primera alarma no fue su desaparición, sino el orden. Elías era caótico, pero su mesa de noche estaba impecable. Sobre la madera pulida, un único objeto: una partitura antigua, amarillenta y sin título.

No conocía esa caligrafía, apretada y elegante. El papel olía a biblioteca y a tierra.

​Un nudo se le formó en el estómago. Elías le había dicho que era archivista. Nunca mencionó la música.

​Encontró una nota, escrita con su puño y letra, clavada en el papel.

S. No me busques. Olvídame. Perdóname por el silencio.

​El corazón de Sofía se hundió. Elías no era un hombre de dejar cabos sueltos, sino de cortarlos limpiamente. Y este adiós sin explicación era un corte profundo.

Sofía intentó ignorar la orden. Llamó a su teléfono. Apagado. Llamó a su trabajo. No había ido. La policía no podía hacer nada: un adulto tenía derecho a irse.

​Se sentó en la sala, con la partitura en las manos. Era música para piano, compleja, pero lo más extraño no eran las notas, sino el grosor del papel. Lo sostuvo a contraluz. En el centro de la partitura, entre dos líneas de notación, había una marca tenue, casi invisible, como si el papel hubiese sido empalmado.

​Con unas pinzas de depilar, comenzó a separar las capas con una delicadeza quirúrgica. La labor le tomó dos horas. Cuando la última capa cedió, no encontró nada. No, espera. Un sobre minúsculo, del tamaño de una moneda, había estado pegado con cera derretida.

​Dentro, no había dinero ni un mapa. Había una fotografía.

​Era una foto de Elías, de espaldas, entrando en un edificio que ella reconoció de inmediato:

La Galería de Arte Nacional. En la foto, un hombre de rostro afilado y traje oscuro lo seguía a diez metros, mirando directamente a la cámara. Un cazador mirando a su presa.

​Elías no era archivista. Elías estaba siendo cazado.

Sofía sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. Corrió a la computadora. Buscó la partitura por descripción, por notación, por caligrafía. Nada.

​Entonces, tecleó el nombre del edificio en la foto y el término "robo".

​El titular saltó a la vista: "Robo del Códice Bizantino en la Galería Nacional, Hace Seis Meses."

​Elías había desaparecido hace un día. El artículo mencionaba que el Códice, un manuscrito de valor incalculable que contenía secretos ancestrales de una organización sombría, nunca había sido recuperado.

​Su mente conectó los puntos con una velocidad aterradora.

​Elías era archivista de día de noche un ladrón.

​Elías le había dicho que el Códice Bizantino era solo una leyenda.

​La partitura. El sobre. El Códice.

​El amor de Sofía se enfrentaba a una verdad brutal:                                                                                               

Elías la había amado, sí, pero también la había utilizado como un escondite. ¿O como un cebo?                        Un golpe seco en la puerta la sacó de sus pensamientos.                                                                                        Eran las diez de la mañana. Nadie tocaba a su puerta con esa urgencia.

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