Los ojos rencorosos de Sean, que apenas podían contener el desprecio hacía su jefe y la incredulidad por el golpe que acababa de recibir, nos siguieron fuera de los cubículos. Solo Julieta se quedó atrás para ayudarlo a parar el sangrado y hacerse cargo de sus peticiones.
Y a mí me preocupaban esas peticiones.
—Conozco a Sean, sé que tratará de sacarte todo el dinero que pueda...
Mi marido me interrumpió a la vez que me hacía entrar al elevador.
—¿Eso es lo que trató de hacer contigo, Hannah? ¿Sacarte dinero? —me preguntó de manera acelerada y algo ruda.
Evidentemente, seguía molesto, y no era para menos. Sean acababa de gritarle que mi bebé no era suyo. Desanimada, me miré las sandalias y las uñas de los pies, pintadas de un suave tono rosado, hasta que el elevador se abrió y Adam me llevó de la mano hasta su oficina.
Cerró la puerta y la aseguró. Luego se giró y me miró con unos ojos titilantes en intenso dorado, en un rostro severo cuya expresión era demandante.
—¿Viniste a verlo? —