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Salió casi en la tarde, no para una salida recurrente, sino para despedirse de su habitual ruta y visitar a su madre, Ana. Quería contarle todo lo que había pasado en su vida en las últimas semanas, ya que todavía no la había puesto al corriente desde que Amelia apareció herida frente a él y luego se desplomó.

Transcurrió más o menos media hora cuando Maximilian llegó. Se bajó del auto y entró a la propiedad. Al ver a su hijo, Ana se llenó de alegría y lo abrazó como si no hubiera un mañana.

—Querido Maximilian, ¡qué bueno que estás aquí! No hablemos de aquella última conversación telefónica que quedó a medias. Desde entonces traté de llamarte, pero no atendiste mis llamadas.

—Mamá, lo siento mucho. En realidad, sé que debí llamarte después —admitió, afectado, mientras le daba otro reconfortante abrazo. Ella correspondió con el mismo cariño.

—Al final me contacté con Giselle, tu asistente, y aunque no sé por qué, me explicó que habías estado muy ocupado. Por eso no insistí más y tampo
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