05

El día estaba frío, y el negro de los atuendos de duelo resaltaba en el ambiente. Muchos autos negros llenaban el lugar, donde amigos, familiares, colegas y conocidos se reunían para despedir a Lukas Schneider. Entre ellos, Amelia estaba presente, acompañada por sus padres.

A medida que la ceremonia avanzaba, las personas comenzaron a retirarse. Ana se acercó a Maximilian y lo abrazó con ternura. Él correspondió, aunque su rostro permanecía sereno, sin dejar escapar una sola lágrima.

—Maximilian, deberías ir a casa y descansar —le aconsejó Ana antes de separarse. Luego, miró a Amelia—. Haz que vuelva a casa contigo. Me iré.

Amelia asintió lentamente mientras Ana abordaba el auto que la esperaba. Una vez que se marchó, Maximilian se volvió hacia Amelia, acercándose a ella y tomando su mentón para forzarla a mirarlo. Ella parpadeó, curiosa.

—Maximilian...

—¿Estás esperando que llore como un niño delante de ti, eh? —acusó, con los ojos inyectados de tristeza.

—¿Por qué querría eso? —respondió ella, con sinceridad—. Incluso si es el caso, ¿qué tiene de malo que un hombre que ha perdido a su padre llore? Lamento mucho lo que ha pasado, así que deja de fingir ser un roble y llora, maldición.

Tras esas palabras, Amelia comenzó a alejarse, pero Maximilian aferró su antebrazo, impidiéndole dar un paso más.

—Espera.

Ella lo miró a los ojos y, antes de que pudiera decir algo, él la abrazó. En ese instante, sintió su vulnerabilidad, algo que movió su parte más sensible. Era doloroso verlo así, y la compasión brotó desde lo más profundo de ella. Comenzó a acariciar su espalda, aferrándose a él.

—Lo siento mucho —susurró.

El llanto de Maximilian no se detuvo, y ella tampoco lo soltó.

Durante el trayecto en el auto, el silencio era palpable. Maximilian conducía con firmeza, pero Amelia notaba que su mente estaba en otro lugar. De reojo, lo miró; sus ojos estaban enrojecidos, su semblante seguro, aunque todavía sacudido por la pérdida.

—Lo siento por lo de hace rato, me dejé llevar —soltó él, rompiendo el silencio.

—No tienes que disculparte —aseguró

—No quiero que lo malinterpretes —se apresuró en decir, manteniendo la vista en la carretera —. Ya sabes.

—¿Ni siquiera hoy puedes dejar de lado el desagrado hacia mí? Eres un idiota.

Ante su silencio, ella resopló. La tensión entre ellos se sentía, pero no había lugar para más palabras. De repente, Maximilian decidió aparcar en un pequeño café. Ella lo siguió, sin objetar. Una vez dentro, pidieron sus órdenes. Amelia, con poco apetito, solo pidió un capuchino.

Después de comer, regresaron al auto, pero de pronto, Amelia comenzó a sentirse extraña. Al mirar hacia abajo, vio sangre entre sus piernas. El pánico la invadió. Se sintió tan avergonzada que creyó que era su período, pero el dolor no tardó en llegar, y se quejó en el asiento del copiloto.

Maximilian, al notar la sangre, se alarmó.

—¿Qué está pasando, Dios mío, Amelia? —preguntó, su voz llena de preocupación.

Ella, temblando, comenzó a llorar.

—No tengo idea de lo que está pasando.

De repente, la visión de Amelia se nubló, y se desmayó.

Maximilian actuó rápidamente. La llevó al hospital, su corazón latiendo con fuerza mientras caminaba de un lado a otro en la sala de espera. La ansiedad lo consumía. Después de lo que pareció una eternidad, el doctor finalmente salió.

—Afortunadamente, su esposa no ha perdido el bebé —anunció el médico, con una expresión seria.

—¿Cuál bebé? —cuestionó Maximilian, confundido.

El doctor frunció el ceño, comprendiendo la situación.

—Ah, debe ser que no sabía que su esposa está embarazada. El bebé está bien. Afortunadamente, no pasó nada grave.

Maximilian sintió que el mundo se detuvo por un momento. Embarazada.

Cuando entró a la habitación, encontró a Amelia en la cama, con una expresión de agotamiento. Al verla, suspiró.

—¿Embarazarme era parte de algún plan o qué? —exclamó, furiosa—. Si soy tan inexperta, ¿por qué tú no fuiste más cuidadoso, por qué no usaste protección? Eres el más adulto aquí. No quiero tener este bebé, Maximilian. ¡Nunca te daré un hijo!

Maximilian se quedó paralizado por un momento, asimilando sus palabras.

—Amelia, espera. Esto es… inesperado para ambos —comenzó diciendo, tratando de encontrar las palabras correctas.

—¿Inesperado? No puedo creerlo—interrumpió ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Mi vida ya no es mía, y ahora tengo que lidiar con esto también.

—Tómalo con calma —le pidió él, sintiendo que su propio corazón se aceleraba—. No tienes que decidir nada ahora mismo.

—¿Decidir? —replicó, su voz temblorosa—. ¿Qué quieres que decida? ¿Que esté feliz por estar embarazada de ti, un hombre al que no amo ni amaré?

Maximilian sintió la presión en su pecho. No era lo que había planeado, pero tampoco podía hacerse el desentendido.

—No estoy diciendo eso. Aún así, estamos juntos en estos.

—¿Juntos? —se rió amargamente—. No somos un equipo, Maximilian. Tú, continúas siendo un extraño para mí, ¡¿cómo podría funcionar si nos odiamos mutuamente?!

—Deberías confiar en mí, al menos esta vez.

Ella desvió la mirada, sintiéndose atrapada.

—No puedo hacer esto sola —susurró —. Tengo tanto miedo...

—No estás sola.

Amelia lo miró, buscando sinceridad en sus ojos. No había un solo atisbo de engaño, aún así, decidió mostrar recelo.

—Voy a necesitar tiempo —finalmente expresó, sintiéndose agotada—. Tiempo para pensar en todo esto.

Maximilian asintió, aceptando su decisión. Entonces se sintió aturdido por el recordatorio de su padre que tuvo un día el deseo de poder conocer a su nieto, pero solo alcanzó a estar en su boda.

Por lo que, volvió a ella, esta vez con la expresión endurecida.

—Amelia, eres mi esposa y el bebé en tu vientre será mi hijo, por lo tanto, te prohibo hacer cualquier locura, cualquier cosa que lo ponga en riesgo, eso significa que no tienes tiempo para pensar, al fin y al cabo, tenerlo será lo que harás.

Ella se quedó estupefacta por su cambio drástico de actitud. Ahora era demandante y no comprensivo.

—Maximilian, no me puedes obligar a...

—Solo obedece, Amelia —repitió y ella apuñó con enojo las manos —. Eres mi esposa.

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