04

Cuando llegó a su destino, se tomó un momento para observar su entorno. La soledad la envolvía en aquel lujoso piso de Maximilian. No había nada que la sorprendiera, pues había estado rodeada de lujos toda su vida. Sin embargo, el aburrimiento pronto la invadió y decidió sentarse en el sofá. Encendió la televisión para distraerse un poco.

De repente, un sobresalto la hizo reaccionar al ver a una mujer uniformada aparecer frente a ella. Era parte del servicio doméstico.

—Señora Schneider, disculpe la interrupción. Creí que llegaría un poco más tarde, pero aquí estoy para darle la bienvenida. Soy Laura Hoffmann, a su servicio.

La pelinegra, de apariencia amable, era Laura, quien trabajaba para Schneider.

—Está bien, no te preocupes —respondió ella, sintiéndose un poco más tranquila.

—Cualquier cosa que necesite, estoy a su disposición.

—Te lo agradezco.

—Con su permiso.

Laura se retiró y ella bufó, preguntándose si realmente iba a estar encerrada en esas cuatro paredes.

Amelia se acomodó en el sofá nuevamente, sintiendo una incomodidad en su pecho. A pesar de la lujosa decoración que la rodeaba, había una opresiva sensación de encierro que no podía ignorar.

Se sentía atrapada en aquel lugar, como si su libertad le fue arrancada.

Era como si la opulencia la acorralara, y el silencio del lugar era tan aplastante que le provocaba una terrible sensación de aislamiento.

Pero Amelia no era de las que se rendían fácilmente. A pesar de la presión que sentía, no iba a dejar que Maximilian la dominara ni que su vida se convirtiera en una prisión.

***

Mientras tanto, Maximilian ingresó a su oficina, respirando hondo. Aquella había sido la oficina de su padre, y tras la remodelación, finalmente era suya. Se sentía poderoso y decidido a demostrarle a su padre que era el sucesor perfecto. Se dejó caer en su silla, disfrutando del momento.

—Director ejecutivo Maximilian Schneider, suena bien —presumió con una amplia sonrisa, aunque esta se desvaneció al escuchar un golpe en la puerta.

—Adelante —permitió, y Giselle Ferrer, una mujer esbelta de cabello castaño y ojos miel, entró en la habitación.

—Señor Maximilian Schneider, soy Giselle Ferrer, la asistente de su padre durante los últimos cinco años y ahora su asistente. Estoy aquí para servirle.

Él asintió.

—De acuerdo, Giselle. Tengo una pregunta: ¿por qué no has dejado tu puesto?

—¿Eh? —inquirió, sorprendida —. No entiendo a qué se refiere, señor.

—Lo que digo es que, habiendo sido la asistente de mi padre, no veo por qué deberías seguir en el mismo puesto conmigo.

Giselle sonrió nerviosa, sin saber cómo responder.

—Lo siento, señor. Estoy siguiendo órdenes de su padre, así que no sé cómo responder a su pregunta.

Maximilian suspiró, exasperado.

—A mi padre no le concierne asignarte como mi asistente. Te daré una última tarea: busca candidatas para el puesto de asistente ejecutiva —declaró, dejando a Giselle boquiabierta.

—Señor... yo...

—¿Eres de las que desafían órdenes o de las que las cumplen?

Ella asintió con dificultad.

—Lo siento, señor. Haré lo que me pide. Con su permiso.

Sin decir más, ella salió, y poco después, otra visita inesperada irrumpió en su oficina. Era su amigo Joseph, un moreno atlético que aplaudía como si celebrara algo.

—¡Felicidades al nuevo director ejecutivo de "Company Schneider"! También quiero felicitarte por tu unión marital.

—Debes estar bromeando —replicó Maximilian.

—No, en absoluto. Me alegra que finalmente te hayas casado. Prometo seguir tus pasos, aunque yo sí lo haré por amor.

—Mejor cállate.

—De acuerdo, me callo. Pero, ¿quién es esa guapa mujer que salió hace un momento?

—La asistente de mi padre.

—¿Eso significa que ahora es tu asistente?

—No, significa que le di una última tarea antes de que pueda dejar su puesto.

—Eres malvado.

—Quizás. Tal vez por eso me llaman el "tirano" director ejecutivo.

—Ay, amigo, te pasas un poco.

—Hay que tener mano firme, Joseph.

—¿Todo bien con Amelia?

—Ni la menciones.

—¿Tanto la odias?

Maximilian resopló, perdido en sus pensamientos. La imagen de su padre con aquella mujer seguía grabada en su mente. Esa visión le revolvía el estómago, y Amelia le recordaba a Camila, la zorra que se revolcó con su padre.

—¿Qué quieres que te diga? Amelia solo es una niñita.

—Es una mujer, tiene veintidós años y ha crecido con el tiempo.

—Es desagradecida, caprichosa y altanera. No somos compatibles.

—Es cierto que odias haber visto a Camila, casada y con una hija, en la cama con tu padre. Pero Amelia no tiene la culpa de lo que su madre hizo.

—Me da pena por Leonard, por la clase de mujer con la que se casó. Y odio a mi padre por eso. Mi madre sufrió mucho por su infidelidad, enfermó y murió. ¿Cómo no podría odiarla? También detesto a mi padre por forzarme a casarme con esa mujer.

—Lo siento por tu madre. Aunque eres afortunado de que Ana te acogió y te quiso como a un hijo.

—Es la esposa de mi padre y apareció en nuestras vidas años después. No tengo nada en contra de ella, sino de Camila y su hija —resopló.

—Oh, vamos. Deja eso en el pasado. Ahora es tu esposa y debes aprender a convivir con ella.

Maximilian asintió, resignado. Poco después, convocó a sus empleados. Todos parecían nerviosos y cabizbajos ante su presencia, pues su reputación como "tirano" los precedía.

—Es un placer conocerlos a todos. Sé que pueden tener curiosidad sobre mí, y yo también tengo curiosidad sobre ustedes. Sin embargo, tendremos tiempo para conocernos. Quiero que sigan las reglas como lo han hecho hasta ahora. Si tienen quejas, no duden en decírmelo, pero recuerden que el éxito requiere esfuerzo y sacrificio. Si no pueden ofrecerme un trabajo perfecto, deberían reflexionar sobre su capacidad para trabajar en Company Schneider. Mi padre fue estricto, y yo haré lo mismo. Eso es todo. Pueden continuar trabajando, gracias por su atención.

Tras aquellas palabras, los empleados se quedaron en silencio, murmurando entre sí, sintiendo un poco de inquietud y resignación ante el nuevo dictamen de Maximilian, el "tirano".

Y, así transcurrieron semanas, luego meses. Habían pasado dos meses desde que tomó el lugar de su padre. Aunque las cosas en la compañia iba de maravilla, la situación con su esposa no era igual. Aunque estaban casados, no había intimidad desde la luna de miel, no comían juntos y la frialdad hacía de las suyas. Era un matrimonio unido delante de todos, pero a solas, sin focos y sin atención, solo dos personas sin aprecio.

Aquel día Schneider al volver a su oficina, su teléfono sonó y lo que escuchó, detuvo su corazón, dejandolo estupefacto.

—¿Qué?

—Sí, ¡No es posible, Maximilian! Los doctores dijeron que le quedaba al menos un año de vida, pero ha ocurrido... Tu padre ha muerto, ¡Ha muerto! —se quejaba Ana, al otro lado de la línea.

Y, el aludido se dejó caer al suelo, destrozado por la noticia.

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