37. Lo que siempre debimos ser: marido y mujer

— Kathia, Kathia… — canturreó Francesca, divertida — ¿sigues ahí, querida?

Kat sintió que sus piernas no responderían si se alejaba de la pared, así que recargó la espalda contra la misma y tomó una larga respiración.

— ¿Qué quieres? — gruñó entre dientes — ¿Dónde está Cassio?

— Oh, pero Kathia, si Cassio siempre ha estado seguro en mis brazos — le dijo con malicia, picardía en la voz —. Y para que veas lo generosa que soy, te enviaré una prueba. Revisa tus mensajes.

El aparato sonó con una nueva notificación.

Era una imagen de Cassio. Estaba dormido… o desmayado; lo supuso porque al agrandar la imagen pudo notar el rastro de la sangre seca a un costado de la sien. Estaba atado a una cama con sogas en las muñecas, no llevaba puesta la camisa ni los zapatos, sino únicamente el jean con el que lo había visto por última vez.

— ¿Y qué dices de esto, querida Kat? — habló Francesca otra vez, y envió ahora un video.

Sus dedos largos recorrían la piel expuesta de Cassio; brazos y pectorales.
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