Alicia no dejaba de observar a Nicolás dormido en el sofá, con una pierna colgando y los brazos cruzados sobre el pecho, parecía como si tuviera teniendo un sueño desagradable y debía de protegerse.
En realidad, eran comunes ese tipo de muecas, ya que el trauma de la muerte de su familia seguía persiguiéndolo. Por eso siempre dormía con la frente ligeramente fruncida y cubierta de sudor.
Se levantó de la cama, mientras pensaba en esos últimos días, en lo que él hacía por ella: le traía agua, acomodaba sus almohadas y siempre le preguntaba al médico por su mejoría.
Era tan devoto a su cuidado.
Él era suyo, como lo serían sus futuros hijos.
Sus labios se curvaron al recordar el “regalito” que le había enviado a Regina.
Ella seguía viva, sí.
Molestamente viva.
Pero la pérdida del bebé había sido suficiente como para hacerle sentir que aquella misión no había fracasado del todo.
Esos últimos días se había estado deleitando con la imagen de la mujer cubierta de lágrimas, vacía y deshecha,