Era de tarde, cuando Nicolás se aproximaba a la entrada de la empresa, su mente aún lidiaba con la imagen de Alicia en el hospital y la petición que le había hecho: ella quería casarse.
No había podido responder nada ante eso.
Se quedó en silencio como un cobarde y le dijo que lo hablarían luego, pero él sabía perfectamente cómo sería esa conversación. Ese matrimonio no podría ser, porque ya estaba casado y no pensaba divorciarse. Tan simple como eso.
De repente, un hombre alto y furioso se le atravesó, bloqueando su camino. Era el doctorcito. Su rostro estaba descompuesto por la ira, tenía los ojos inyectados en sangre. Y sin mediar palabra, ni darle tiempo a reaccionar, le lanzó un puñetazo directo al rostro.
El dolor le llegó de forma brutal, seco y agudo. Se echó hacia atrás, tambaleándose por la fuerza del golpe. Se llevó una mano a la boca y sus dedos se mancharon de rojo. Tenía sangre en el labio. Se lo había roto el muy infeliz.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo?
No nece