—¡Ay, lo siento! —exclamó la mujer con una sonrisa que apenas podía contener. Resultaba obvio, hasta para un ciego que estaba disfrutando de los resultados de lo que había causado—. ¡Qué descuidada soy! Perdón —siguió diciendo.
Augusto, el viejo amigo de su padre, observó la escena con el ceño fruncido. Parecía el tipo de persona que era capaz de despedir a alguien por un desliz semejante. Y si la empresa estuviera en una posición más sólida, entonces seguiría su ejemplo. El problema era que en ese preciso momento no podía darse el lujo de perder personal indispensable.
Así que con la respiración entrecortada y sintiendo un doloroso ardor en su antebrazo, se apresuró a fingir que no era nada. No le daría el gusto a esa mujer de verla mal.
—No se preocupe —murmuró con los dientes apretados, mientras emprendía el camino al baño.
Una vez dentro, se apoyó en el lavamanos y dejó escapar un suspiro tembloroso. Demonios, esto dolía demasiado, fue lo que pensó, mientras examinaba su piel en