Regina, tan tranquila y feliz, observaba la ciudad por la ventanilla del auto, ajena a cualquier mal presagio, puesto que, en su mundo, en ese instante de vida, todo parecía ser simplemente perfecto. Su esposo, conducía con serenidad como siempre. Su mano, grande y cálida, sostenía la suya, un gesto que era bastante habitual entre ellos.
Él miraba al frente, concentrado en la carretera, pero su pulgar acariciaba suavemente el dorso de su mano, trasmitiéndole su amor profundo o lo que ella creyó en ese instante que lo era.
—No sabes lo delicioso que estaba ese risotto, Nico —parloteaba ella. Recién se daba cuenta de que en aquel entonces era como una niña pequeña que no dejaba de decir estupideces. Y todo por llenar el silencio. Todo por esa vana sensación de seguridad que sentía al lado de su verdugo—. El arroz en su punto justo, el parmesano cremoso... y esos hongos silvestres. ¡Absolutamente sublime! —siguió diciendo, ajena al hecho de que a su esposo no le interesaba nada de eso. A