Cápitulo 4
Tomé el certificado de defunción. Era una simple hoja que no pesaba casi nada.

La vida de mi hermosa niña habia quedado reducida a ese papel.

Aún estaba aturdida cuando giré para irme, pero William de pronto extendió la mano y me lo arrebató.

Su expresión cambió por completo mientras murmuraba:

—Esto no puede ser posible...

Nicole, a su lado, se acercó para mirar, cubriéndose la boca, fingiendo estar sorprendida:

—¡Dios mío! De veras no puede ser real. Amelia, ¿dónde falsificaste esta acta de defunción?

William creyó darse cuenta de la verdad.

Sin dudarlo, destrozó el acta de defunción en pedazos y me los lanzó a la cara.

Y peor aún me los tiro en la cara:

—¡Hacer actas de defunción falsos es un delito! Enfermera, ¿no teme usted que la señora Amelia Lemaire le involucre en su farsa y acabe usted entonces en la cárcel?

La enfermera le respondio con firmeza:

—¿De qué está hablando? ¡La hija de la señora en verdad...!

—¡Deje de las sandeces! —William la interrumpió con brusquedad, lanzándome una mirada llena de desprecio. —Solo ver esa cara hipócrita me llena de ira.

En ese momento, una horda de periodistas irrumpió en la sala.

Y una avalancha de micrófonos se dirigió hacia mí.

—Señora Lemaire, como la heroica capitana del vuelo, ¿tiene algo que decirnos?

—Hemos oído que su hija fue la única fallecida en el accidente. ¿Qué opina al respecto?

Una risa insensible resonó en el aire, atrayendo la atención de todos.

Los micrófonos y las cámaras inmediatamente apuntaron hacia William.

Él arqueó una ceja, su tono era seco pero afilado:

—Todos ustedes han sido engañados.

—Para alimentar su ego, ella inventó incluso la muerte de su hija, ¡y ustedes los medios lo creyeron!

Un periodista, impactado, preguntó:

—Disculpe, señor. ¿Está diciendo que la hija de la capitana Lemaire no falleció?

Tras esas palabras, todas las miradas se volvieron hacia mí.

El murmullo del público comenzó a intensificarse. Algunos señalaban con desaprobación, mientras otros susurraban sus críticas.

Sin embargo, una voz más racional preguntó:

—Señor, ¿cuál es su relación con la señora Lemaire? ¿Podemos confiar en lo que dice?

William declaró con seguridad:

—Soy su esposo. El padre de esa niña de la que ustedes están hablando. Díganme ustedes, ¿mis palabras entonces son o no creíbles?

Un alboroto se propago en el lugar.

Los murmullos y las críticas me envolvieron como un capullo con espinas.

Los micrófonos se acercaban agresivamente, uno incluso golpeó mi barbilla.

Algunos comenzaron a sacar sus teléfonos para transmitir en vivo, sin importarles las consecuencias.

Las acusaciones en mi contra no se hicieron esperar:

—¿Qué rayos está pasando? ¿De verdad esa tal Amelia se inventó todo para que le den atención?

—¡Apesta a mentira! ¿Quién sabe si fue el copiloto quien realmente aterrizó el avión? ¡Es una mujer! ¿Acaso puede una mujer ser tan buena al volante?

—Tiene sentido. Seguro que todo esto es una farsa para llevarse el crédito y hacer creer que su hija murió.

La gente comenzó a murmurar a diestra y siniestra y mucha gente en toda la ciudad se enteró a través de internet.

Los comentarios no tardaron en esparcirse:

¿Qué clase de madre usa la muerte de su hija para ganar fama? ¡Hasta qué punto hemos llegado!

Pobre copiloto, haciendo todo el trabajo mientras ella se lleva la gloria.

¡Escuché que mintió sobre el ataque cardíaco de su hija solo para aterrizar antes que los demás! ¿Y ahora quiere que le creamos su historia trágica?

Si lo piensan bien, parece que ella misma causó el incidente del avión. ¡Quería ser la heroína!

La indignación colectiva me atrapó en una esquina, rodeada por un público hostil.

Algunos comenzaron a lanzarme botellas de agua, llaves, papeles y cuanta cosa tuvieran en los bolsillos.

Con la cabeza sangrando por los golpes, me encogí en un rincón, intentando explicar con voz temblorosa:

—Por favor, no crean sus mentiras. Mi hija de verdad...

—¡Cierra ya la boca!

En ese momento, Nicole, con su usual fachada de dulzura, se acercó para "ayudarme".

Mientras me abrazaba, me susurró al oído con una sonrisa en los labios:

—Amelia, ríndete. No puedes ganarme.

—Al fin y al cabo, para William, tú siempre serás la mujer que lo humilló.

Mis ojos se abrieron de par en par mientras la miraba, no podía creer lo que me decía.

La confusa neblina en mi mente finalmente se disipó, y la verdad se reveló como un relámpago en la oscuridad.
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