Cápitulo 3
Mientras la ira ardía en mi interior, le marqué de nuevo a William con mis manos temblorosas de la mucha rabia.

Pero esta vez, la torre de control cortó por completo todo contacto con nuestro avión.

No solo William no me ayudó, sino que tampoco pude comunicarme con ningún otro colega para pedir auxilio.

La tormenta sacudía violentamente al avión, y los sonidos de gritos, llantos y súplicas de los pasajeros penetraban la cabina.

Cuando una azafata entró, los insultos provenientes del pasillo la siguieron:

—¡Qué mierda de avión! ¿Hoy es el día en que nos va a mandar al carajo a todos?

—¡Escuché que todo esto es culpa de los dramas personales la estúpida capitana! ¡Maldita sea, esa perra nos arrastró a todos a su propio caos!

—¿Por qué sigue pilotando? ¡Que salga a disculparse ahora mismo la maldita esa!

Algunos incluso insultaron a mi hija:

—¡Dicen que esa mocosa era la hija de la capitana! ¡Si no fuera por ella, no estaríamos enfrentando semejante desastre!

Pero aún quedaban quienes conservaban algo de sensatez. Uno gritó:

—¡Cálmense todos! ¡Los muertos merecen respeto! ¿No estamos vivos todavía? ¡Tengan fe en la capitana!

Cada palabra, cada reacción, reflejaba la complejidad del ser humano, especialmente en momentos de crisis.

La azafata habló con la voz temblorosa:

—Capitana Lemaire, la situación de los pasajeros está a punto de salirse de control…

Mis ojos permanecían fijos en el panel de instrumentos, analizando los botones con rapidez. Tomé aire profundamente y giré hacia mi copiloto.

—Samir, tenemos que confiar en nosotros mismos, no tenemos otra opción.

Samir Casolari estaba pálido, cubierto de sudor.

—¿Crees que podemos lograrlo? —le pregunté.

Él inhaló profundamente y asintió con decisión:

—Sí, puedo hacerlo.

Habíamos sido completamente abandonados por la torre de control.

Para no interferir con otras rutas aéreas ni poner en peligro más vuelos, decidí dirigirnos hacia una zona marítima donde no había tráfico aéreo.

Rodeamos la tormenta eléctrica y logramos aterrizar con éxito. Fue un milagro, salimos vivos por los pelos.

Al final, en el avión ya nadie gritaba ni maldecía. Todos estaban en silencio, con los ojos cerrados, algunos lloraban, esperando resignados la muerte.

Pero en el instante en que el avión tocó con éxito el agua, todos los pasajeros se pusieron de pie.

Me aplaudieron y agradecieron.

Todas las 300 personas a bordo.

Todos sobrevivieron.

Excepto mi hija.

Ya en el hospital, mientras miraba el cuerpo sin vida de mi hija, cubierto por una sábana blanca, finalmente dejé de contener mis emociones. Lloré desconsolada y grité a todo pulmón, era demasiado.

Jamás pensé que salvaría a más de 300 personas, incluyéndome a mí misma.

Y, aun así, fallé en salvarla a ella.

Samir suspiró profundamente, tratando de consolarme:

—Capitana Lemaire, afuera hay un montón de periodistas esperando para entrevistarte.

—¿Por qué no sales un momento? Yo puedo encargarme de lo de la niña por ahora…

Me sequé las lágrimas, apreté la manita ya fría de mi hija, y después, con el corazón destrozado, salí del cuarto.

En el pasillo, me encontré con William y Nicole.

Al verme, William sonrió estúpidamente:

—Mira nada más, la capitana, la salvadora.

—¿No que nuestra hija había muerto? ¿Ya la olvidaste tan rápido? ¡Parece que tienes tiempo de sobra para entrevistas!

Una furia ardiente me invadió, y antes de pensarlo, me lancé hacia él, agarrándolo por el cuello de su camisa mientras le gritaba:

—¡William, ¿qué mierda te pasa?!

—¡Era tu hija! ¡Tu propia hija carajo!

William me empujó con fuerza, riéndose con desprecio:

—¿Mi hija? ¡Por favor que sandeces! Esa niña no era más que un reflejo de ti: igual de egoísta y manipuladora.

—Es cierto, de tal palo tal astilla. ¡Con una madre como tú, no me sorprende que la mocosa haya aprendido a ser una mentirosa!

Mi cuerpo temblaba de rabia, mi rostro estaba pálido como un cadáver, y sentí que estaba a punto de caer. Pero William no mostró ni un rastro de compasión. En cambio, se giró hacia Nicole y le agarró la mano, para decirle con ternura:

—Nicole, tú eres demasiado buena. Por eso ellas te trataron tan mal…

Sonreí amargamente y dije:

—William, nuestra hija realmente murió... ¿sabes?

Él no cambió de expresión. Apenas dejó escapar otra risa fría:

—¿Muerta? ¡Pues qué bien! Ojalá que se haya ido lejos. Así tú y ella ya no pueden molestar más a Nicole.

La ira me llegaba hasta los ojos, tiñéndolos de un rojo oscuro.

—William, ni te atrevas a arrepentirte.

Él se rio burlonamente:

—Si llego a arrepentirme, tu misma recuérdame este día.

Antes de que pudiera responder, una enfermera llegó corriendo desde el fondo del pasillo:

—Señora Lemaire, ya tenemos el certificado de defunción de su hija.

—Por favor, contacte al servicio funerario lo antes posible para que se lleven el cuerpo.

La cara de William Dacourt cambió drásticamente.
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