Aún era temprano en la mañana en Irlanda.
Maximilian dormía con los brazos bien envueltos alrededor de Isabella. La habitación estaba en completo silencio hasta que, de repente, la alarma sonó, rompiendo la calma y despertando a Isabella. Ella se deslizó con cuidado fuera del abrazo de Maximilian, se sentó al borde de la cama, se recogió el largo cabello y se preparó para levantarse.
Pero antes de que pudiera ponerse de pie, Maximilian —aún medio dormido— estiró la mano y rodeó su cintura por detrás. Isabella sonrió e intentó apartarlo con suavidad, pero él se negó a soltarla.
—¿A dónde vas? Quédate conmigo un rato más —murmuró Maximilian, con los ojos cerrados.
—Eres como un niño pequeño. Ya es de mañana, despiértate. Tengo que cocinar y darle la medicina a mamá —dijo Isabella con una sonrisa. Maximilian por fin se incorporó y dejó un beso en la coronilla de ella.
—Maximilian… ya no somos unos jovencitos —bromeó Isabella.
—El amor no entiende de edades, cariño —respondió él, acariciá