—¡Yo no maté a tus padres! —gritó ella, con voz temblorosa, los ojos inundados en desesperación—. ¡No fui cómplice de nada! ¿Por qué no puedes creerme?
Él no respondió. Fue como si aquellas palabras fueran gasolina en su furia.
En un instante, se abalanzó sobre ella con una rabia que parecía salirle del alma. Sus manos envolvieron su garganta, apretando con fuerza, con dolor.
—¡No me mientas! —bramó, con los dientes apretados—. Quiero que firmes el divorcio ahora mismo. No quiero que nada me ate a ti. ¡A una serpiente como tú!
Ella apenas pudo respirar. Su rostro palideció. Pero, aun así, una tenue sonrisa se dibujó en sus labios mientras una lágrima solitaria se deslizaba por su mejilla. Le dolía. Todo. El cuello, el alma, el amor podrido que aún sentía por él.
—Está bien… —susurró con la voz rota—. Firmaré. Pero solo si cumples mis condiciones.
Él entrecerró los ojos, desconfiando.
—¿Condiciones? ¿Qué condiciones? —espetó.
—Dije que pasaríamos toda la noche juntos… y la noche aún no ha terminado —ella lo miró fijamente, sus ojos llenos de una mezcla amarga entre desafío y resignación—. Además… hay otra condición más.
Él resopló, molesto. La tensión sexual entre ambos era tan densa como el odio.
—¿Qué más quieres? —gruñó con rabia, como si cada palabra le quemara en la boca.
Ella se permitió otra sonrisa triste, casi melancólica.
—Una noche de preguntas y respuestas… como solíamos hacer. Solo una. Solo una noche.
Él rodó los ojos con desprecio.
—¡Tonterías! ¡¿Acaso no lo entiendes?! ¡No me interesas! ¡Nunca dejaré de odiarte, Sídney!
Ella no respondió. Solo lo miró en silencio… como si esas palabras, lejos de romperla, la confirmaran en su decisión.
Entonces, sus labios se abrieron de nuevo, pero su voz salió más suave, más oscura, más temblorosa.
—Entonces… vuelve a hacerme el amor.
El hombre se quedó en silencio, petrificado. Su rostro palideció de rabia, de confusión, de deseo reprimido.
—¡Maldita sea! —estalló—. ¿Eres una ninfómana? ¿Nunca estás satisfecha?
Ella lo miró directo a los ojos, desafiándolo. Dolida, pero erguida.
—¡Nunca! —gritó—. Así que… castígame.
Ese instante fue puro silencio. Un fuego invisible los rodeaba. Él sintió una rabia salvaje crecer dentro de él, un odio que se mezclaba con un deseo primitivo que nunca había logrado apagar del todo.
Aquella mujer lo destruía… pero también lo poseía, como nadie jamás lo había hecho.
Sin poder resistirse, se lanzó sobre ella una vez más, con una pasión brutal y desesperada. La besó con furia. La tocó con hambre. Y la volvió a poseer como si fuera la primera vez… o la última.
Y cuando sus cuerpos finalmente se rindieron, sudorosos, exhaustos, y sus almas seguían hirviendo por dentro, el silencio regresó.
Se quedaron dormidos uno al lado del otro… enredados en una pasión envenenada que no sabía morir.
Al día siguiente.
Una figura femenina se detuvo frente a la imponente villa.
Sus tacones resonaban secos contra el mármol, pero su paso era contenido, casi tembloroso.
Apenas cruzó el umbral de la puerta, lo supo.
Algo andaba mal. Muy mal.
La intuición le gritó desde el fondo del pecho.
Sintió una punzada en el estómago, como si un puño invisible la hubiera golpeado justo en el centro.
Sin detenerse, empezó a subir la escalera con fuerza, sus manos temblando, sus ojos nublados de furia contenida.
Cuando empujó la puerta de par en par, el mundo pareció detenerse.
Lo que vio la dejó helada.
Sus ojos se abrieron tanto que parecían a punto de salirse de las órbitas.
La habitación estaba en penumbra, pero lo suficiente iluminada como para distinguir el caos: ropa tirada por el suelo, y allí... esos dos cuerpos desnudos, enredados bajo las sábanas aún calientes de deseo.
Apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se enterraron en la carne de sus palmas.
El sabor de la rabia era metálico, ácido, imposible de tragar.
«Maldita Sídney... desde siempre, destruiste todos mis planes... robaste lo que era mío, lo que me correspondía. Y ahora quieres volver a hacerlo… Pero no lo permitiré. Esta vez, juro por todo lo que odio que voy a destruirte. Como tú me destruiste a mí», pensó Leslie, con los ojos encendidos de odio.
Avanzó, cada paso pesado, cargado de intención, hasta quedar justo al pie de la cama.
Y entonces, ella despertó.
Sídney abrió los ojos lentamente, parpadeando como si saliera de un sueño. Pero bastó un segundo para que la realidad la golpeara como una bofetada.
La vio.
Y se irguió como un resorte, llevando consigo la sábana, intentando cubrirse en un acto desesperado e inútil.
—¡¿Eres tú?! —preguntó Sídney, todavía aturdida, el corazón saltando de miedo.
—¡Eres una mujerzuela! ¡Una maldita ramera! —gritó con una voz quebrada, con los celos, con la humillación, fingiendo el dolor que la devoraba desde adentro.
Se lanzó sobre ella como un animal herido. La golpeó con toda la fuerza que tenía acumulada.
Un grito ahogado salió de Sídney, que apenas pudo protegerse.
Travis despertó con un sobresalto.
Tardó unos segundos en entender lo que ocurría.
—¡Leslie, detente! ¡Suéltala! —exclamó, tratando de sujetarla mientras ella pataleaba y lloraba.
Pero Leslie no escuchaba. Estaba fuera de sí.
—¡¿Cómo pudiste, Travis?! ¡¿Cómo pudiste acostarte con ella?! ¡Después de todo… después de todo lo que yo te he amado! —sollozaba entre gritos, golpeándolo a él ahora, con lágrimas que parecían fuego líquido bajando por su rostro.