Sídney escuchó su teléfono sonar y su corazón dio un vuelco. Miró la pantalla: un número desconocido.
Dudó por un instante, pero algo en su pecho le dijo que debía contestar.
Al hacerlo, la voz al otro lado la congeló. Era él. Travis.
—¡Es mi hija, Sídney! —rugió con furia contenida—. Y no la dejaré contigo, ¿me oyes? ¡No puedes quedarte con ella!
Sídney apretó el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Cierra la boca, cobarde —escupió, con voz temblorosa, pero llena de rabia—. Si tienes agallas, ven a verme y hablemos de esto como adultos… si es que aún te queda algo de valor.
—¡Sídney! —insistió Travis, pero la llamada se cortó.
Ella respiró con dificultad, el pecho le dolía del coraje y el miedo que se mezclaban en su interior.
Con un rápido movimiento, escribió un mensaje:
“Ven en una hora, si es que tienes algo de valor, señor Mayer.”
Luego arrojó el teléfono sobre la mesa y se quedó mirando por la ventana.
El reflejo del atardecer se colaba entre las c