Sídney cerró la puerta con una calma que olía a tempestad. Sus manos aún temblaban, pero su rostro era una máscara de control.
Miró a la empleada que sostenía a la niña, la pequeña respiraba pausada, con los ojos a medio cerrar; la escena habría derretido a cualquiera, menos a ella —o eso se repetía como un mantra para convencerse—
—Llévala a dormir —ordenó Sídney con voz baja, cortante.
La mujer titubeó, la petición pesaba en el aire. Antes de alejarse, levantó la vista y preguntó con temor contenido:
—Espera… ¿No me dejarás verla, ni abrazarla?
Sídney lo miró con dureza, midiendo cada palabra. No quería que ningún gesto sentimental le sirviera de excusa a Travis para volverle a arrebatar lo que era suyo. Se acercó un paso y dijo, sin suavizar:
—Dale solo un beso… y no más.
La empleada obedeció, como quien cumple una orden sagrada. Se inclinó sobre la niña, besó su frente y por un instante el pequeño gesto llenó la habitación con una ternura imposible.
La bebé hizo un pucherito diminu