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CAPÍTULO 1 — LA TRAICIÓN BRUTAL
Carolina Fontes jamás imaginó que la vida podía desarmarse en un solo parpadeo, como si alguien tomara su mundo —ese que ella había construido a fuerza de trabajo, silencios y renuncias— y lo arrojara contra el piso sin piedad. Ella no era una mujer de lujos ni de estridencias; era la gerente responsable de una sucursal de Supermercados Fontes, esa que todos creían que había alcanzado el puesto por mérito propio sin saber que, detrás de su apellido común, latía una historia que jamás contó. Su abuelo era el dueño del imperio, sí, pero ella siempre eligió el camino difícil, sin favoritismos, sin privilegios, sin promesas heredadas. Prefería la vida simple. El horario de trabajo. El cuidado de su madre —que vivía entre sombras por la baja visión—. Y regresar a la casa donde Mauro, su esposo, debía esperarla con los brazos abiertos. Aquel martes, sin embargo, la rutina dejó de ser su aliada. Salió del trabajo antes de lo habitual con una mezcla de nervios y ternura comprimida en el pecho. Había comprado un sobre color crema y lo llevaba apretado entre las manos, como si temiera que se esfumara si lo soltaba. Dentro estaba la sorpresa que había soñado durante días: estaba embarazada. Casi doce semanas. Un bebé que venía a iluminar lo que ella creía que eran simples distancias de pareja. Imaginó cómo sería el momento: Mauro riendo incrédulo, tomándole el rostro con esas manos que ella conocía de memoria, abrazándola como si no existiera nadie más en el mundo. Tal vez lloraría. Tal vez la levantaría del suelo. Tal vez volverían a encontrarse después de tantos silencios. Pero el destino, cruel como pocos, tenía otros planes. Cuando llegó a la casa, lo primero que le llamó la atención fue la puerta entreabierta. No era habitual. Mauro era obsesivo con los seguros, las llaves, los ruidos. El silencio también estaba extraño… demasiado espeso, demasiado quieto, demasiado artificial. Apenas entró, un perfume ajeno le golpeó la nariz: dulce, empalagoso, el mismo que Sandy Méndez usaba desde el liceo. Un escalofrío le bajó por la espalda. —¿Mauro? —llamó, con una voz que ya temblaba sin entender por qué. No hubo respuesta. Dejó las llaves temblándole en la mano y empezó a caminar hacia el dormitorio, sintiendo cómo el corazón le latía en la garganta. El sobre se arrugó bajo la presión de sus dedos. Cada paso era una punzada en las costillas. Y cuando empujó la puerta… el universo entero se le quebró en la mirada. Allí estaba Mauro. Semi desnudo. Y sobre él, moviéndose con un descaro que le dio náuseas, estaba Sandy, su mejor amiga, la hermana que la vida le había regalado sin sangre de por medio. Las risas ahogadas, los gemidos, la piel contra piel… todo se silenció de golpe. La habitación parecía congelada en un instante grotesco. Carolina sintió que el piso se hundía debajo de sus pies. Sandy se detuvo. Giró apenas el rostro. Sus ojos la reconocieron y, en vez de vergüenza, mostraron una chispa torva de miedo mezclado con desafío, como si supiera que ese momento podía destruirlo todo… pero ya había elegido su lado. Mauro, pálido hasta la raíz del alma, la miró como si ella fuera la intrusa. —Carolina… —balbuceó, tironeando torpemente una sábana para cubrirse—. Esto no… esto no es lo que parece. Ella apoyó la mano en el marco de la puerta para no desplomarse. —Explicame... —susurró, con la garganta cerrada—. Explicame qué es lo que estoy viendo. Sandy bajó la mirada, aunque no hizo el más mínimo gesto por cubrirse. Ese detalle fue más cruel que la escena misma. Mauro, lejos de arrepentirse, chasqueó la lengua con fastidio, como si el problema fuera que Carolina había llegado demasiado temprano. —Carolina, por favor —bufó, pasándose una mano por el pelo—. Hace meses que estás insoportable. Siempre ocupada con tu madre, siempre cansada, siempre al borde del llanto… ¿Qué querías que hiciera? Soy un hombre, necesito sentirme querido también. El aire se volvió espeso. Carolina sintió que el pecho le ardía, como si un hierro caliente se lo clavara por dentro. —¿Me estás culpando? —preguntó, con un temblor que no pudo ocultar. —¡No empecemos! —explotó Mauro—. No sos la víctima acá. Fuiste vos la que se alejó. Yo necesitaba… necesitaba atención, contención. Algo que vos ya no me dabas. Las palabras se clavaron como cuchillos. El sobre, con el sueño más puro que había tenido en años, se resbaló de sus dedos y cayó al piso con un sonido apagado. Sandy lo vio inmediatamente. Sus ojos se agrandaron apenas. Se inclinó sutilmente hacia Mauro para impedir que él lo alcanzara, poniendo un brazo en el camino mientras sonreía con esa sonrisa falsa que siempre usaba cuando mentía. —No lo toques —susurró ella, casi inaudible, apretando los dientes. Mauro, sin entender, hizo un amague de agacharse, pero ella lo frenó con el brazo extendido, clavándole la mano en el pecho como si quisiera cubrir un secreto. Carolina miró la escena y sintió que algo dentro suyo se desgarraba con violencia. Se inclinó lentamente, con los dedos temblorosos, y recogió el sobre. Lo apretó contra su pecho como si quisiera proteger lo que ya estaba perdido. Mauro chasqueó la lengua con desprecio. —Mirá, no hagamos más escenas —dijo, cruzándose de brazos—. Las cosas se desgastaron. Vos ya no sos la misma. Yo… yo quiero el divorcio. Hoy. Sandy respiró hondo, triunfante, como si la decisión ya estuviera tomada hace tiempo. Carolina levantó la mirada. Sus ojos brillaban, no de lágrimas, sino de un dolor tan profundo que parecía no caber en su cuerpo. —¿Y Sandy…? —preguntó, con una calma que la rompía por dentro—. ¿Qué es ella para vos? ¿Tu consuelo? ¿Tu excusa? Sandy abrió la boca para responder, pero Mauro la interrumpió con un gesto irritado. —¡Basta, Carolina! No armemos este circo. A veces las parejas se terminan. Mejor separarnos ahora que seguir fingiendo. Firmamos los papeles y listo. Ella dio dos pasos hacia atrás. Sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Una presión en el vientre la hizo doblarse levemente, pero Mauro no lo notó. Ni se acercó. Ni preguntó si estaba bien. —Perfecto —murmuró Carolina, con la voz hecha añicos—. Querés el divorcio… lo vas a tener. Mauro soltó un suspiro de alivio. Ni un atisbo de culpa. Ni un mínimo temblor. Carolina salió de la habitación, caminando como si su cuerpo fuera una cáscara vacía. No miró atrás. No dijo nada más. Cuando la puerta de la casa se cerró detrás de ella, el silencio se volvió un océano oscuro. En la vereda, sus piernas se aflojaron. Se apoyó contra la pared, sintiendo el mundo girar a su alrededor. El estómago se le contrajo en un espasmo seco, violento. Una gota fría de sudor le recorrió la espalda. La visión se nubló. Una sombra oscura se extendió por el borde de su campo visual, como si algo estuviera apagándose desde adentro. —Por favor… —susurró, llevándose una mano al vientre—. No ahora… por favor… El sobre en su mano se arrugó aún más. El secreto que pensaba convertir en alegría se transformaba en un dolor insoportable. Sola. En la calle. Con el cuerpo temblando y el corazón roto. Sin saber que ese instante —ese segundo espantoso— no era el final. Era el comienzo de la oscuridad.






