Las manos de Fernanda temblaban, sus dedos apenas podían sujetar el teléfono.
Se sentó en la banca del hospital.
El aire frío le calaba los huesos, pero no era el frío lo que la paralizaba. Una nube de ansiedad le nublaba la mente. Las preguntas se amontonaban como una tormenta imposible de calmar.
«¿Qué haré? Estoy embarazada. No quiero atar a Matías con un bebé. Él no me ama, nunca lo ha hecho, pero... ¿Podrá amar a su hijo?»
El pánico la envolvía. Las palabras se le atoraban en la garganta, y su vientre, tan frágil, parecía una prisión.
Su mano se movió instintivamente hacia su abdomen, tocando la vida que aún no entendía por completo.
«Dios mío... Tendré un hijo...»
Era la primera vez que la idea de la maternidad la golpeaba con tal intensidad, y no estaba preparada para lo que sentía.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero las tragó rápidamente.
Se levantó de la banca con pesadez, el corazón agitado, y comenzó a caminar sin rumbo.
No tenía fuerzas para regresar a su casa, pero