Al día siguiente, volvieron a la ciudad.
El viaje de regreso fue silencioso, con un aire de melancolía que flotaba sobre ellos como una tormenta a punto de estallar.
Beth miraba por la ventanilla, pero su mente estaba en otra parte. El peso de la verdad recién descubierta y el miedo a la cirugía que la esperaba al día siguiente le hacían sentir como si estuviera caminando en la cuerda floja entre la vida y la muerte.
Cuando llegaron a la mansión Savelli, Beth intentó calmarse, pero su pecho latía con fuerza.
Se dirigió al salón para tomar aire, pero un presentimiento oscuro la invadió cuando vio a un hombre esperándola. Su piel se erizó. Lo reconoció de inmediato.
Su padre.
Se detuvo en seco, sus ojos clavándose en los de él, esperando una razón para estar allí.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz firme, aunque por dentro temblaba.
El hombre dio un paso adelante y tomó sus manos con una suavidad que resultó inquietante.
—¿De verdad estás muriendo? —preguntó con un tono difícil de descifra