Victoria llamó a sus padres, su corazón palpitaba en su pecho mientras el teléfono sonaba.
—¿Ya ha comenzado la operación? —La voz de su madre, Roma, resonó al otro lado de la línea. La preocupación en sus palabras era palpable, como una sombra que se cernía sobre el alma de Victoria.
—Sí, hija, pero debes venir para apoyar a tu hermano —continuó Roma, con un tono que reflejaba la gravedad de la situación.
Victoria apretó los dientes, tratando de calmarse. Respiró hondo, sabiendo que debía ser fuerte.
—Ya estoy en camino, madre —respondió, pero en su interior sabía que mentía, que la angustia la estaba ahogando.
Dejó el teléfono en su bolsillo y, en un impulso, su mirada buscó entre la multitud de la cafetería. Estaba en la universidad, entre pasillos y rostros ajenos, pero su mente no podía centrarse en nada más que en una sola persona: Humberto.
Lo necesitaba cerca, como siempre. Su corazón le decía que debía llevarlo consigo, que debía estar con su hermana en este momento tan crític