Roma y Giancarlo se encontraban a punto de salir del hospital cuando el doctor los detuvo.
Estaban ya por irse, pero escucharon las palabras del doctor, bastante tensos.
—Señora Savelli, el estado de Andrea, ha mejorado, ha despertado —dijo el médico, con una expresión reservada.
—Quiero verla —respondió Roma, sin titubear, su voz cargada de determinación.
Giancarlo la miró, preocupado, pero sabía que no podía detenerla.
Tomó su mano con suavidad, en un intento de calmarla.
—Amor, no lo hagas... —susurró, casi suplicante.
Roma lo miró a los ojos con firmeza, sin vacilar en su decisión.
—Quiero verla. Déjame hacerlo, Giancarlo. Necesito hacerlo. —su voz tembló por un instante, pero estaba decidida.
Giancarlo la dejó ir, resignado. Sabía que nada la haría cambiar de opinión.
Cuando Roma entró en la habitación, sus ojos se posaron inmediatamente sobre la mujer que estaba en la cama.
Andrea estaba débil, frágil, pero sus ojos seguían brillando con esa maldad silenciosa.
Para Roma, esa muje