—¡Madre, ahora no! ¡Tengo que irme!
La voz de Mateo resonaba en el pasillo, llena de urgencia y determinación, pero Roma lo detuvo de nuevo, extendiendo la mano con un gesto que, aunque firme, reflejaba una desesperación apenas disimulada.
—¿Para ir a lastimar a la única mujer que te ama?
Las palabras golpearon a Mateo con fuerza, y por un instante, titubeó.
Su mirada se desvió hacia el suelo, la incertidumbre reflejada en sus ojos, pero pronto se enderezó.
Negó con la cabeza, como si esas palabras no pudieran alcanzarlo.
—No, ¡voy a detenerla! ¡Voy a salvar a la mujer que amo!
Roma cerró los ojos con dolor, sintiendo cómo una punzada de tristeza le atravesaba el corazón.
La rabia se mezcló con un sentimiento de decepción.
Se acercó un paso más y, con voz quebrada, cuestionó:
—¿Es así como te enseñé a amar a una mujer?
Mateo la miró, el orgullo y el amor que sentía por ella mezclándose con la vergüenza.
Un suspiro profundo escapó de sus labios mientras sentía cómo las palabras de su ma