Roma había estado escuchando todo desde el cuarto de baño, y cuando aquella voz se volvió tan familiar, su corazón se detuvo por un instante.
Abrió la puerta sin pensarlo, sus ojos se abrieron como platos al ver la escena frente a ella.
Kristal, semidesnuda, caminaba hacia Giancarlo sin el menor atisbo de vergüenza.
Sus pasos eran lentos, pero decididos, y la mirada que tenía, fija en él, era de desesperación.
Roma sintió un escalofrío recorrerle la columna. No era solo la furia que esa imagen le causaba, sino una sensación mucho más profunda y desgarradora.
—No puede ser... —murmuró Roma para sí misma, mientras su estómago se retorcía de incomodidad.
Ella no dijo una palabra, solo entrecerró los ojos, mirando con intensidad a Kristal.
Sabía que esa mujer estaba dispuesta a llegar tan lejos porque estaba al borde de la desesperación, un estado que podía llevar a cualquier cosa, incluso a lo inimaginable.
Kristal intentó acercarse a Giancarlo, como si esperara que él la recibiera con lo