Casi a la medianoche, Alonzo Wang sostenía el vaso en la mano, observando las fotografías de Benjamín en silencio, mientras las imágenes de su hijo lo atormentaban como fantasmas de un pasado que nunca pudo recuperar.
El alcohol corría por sus venas, pero no lo aliviaba. A cada sorbo, el dolor de su corazón crecía, como si el vacío que sentía nunca pudiera llenarse.
El teléfono sonó, rompiendo la pesada quietud de la habitación. Con una mano temblorosa, Alonzo levantó el auricular, sin siquiera mirar el número.
—¿Quién habla? —su voz sonaba ahogada, como si una gran carga pesara sobre su pecho.
La respuesta del otro lado fue fría y distante.
—Señor Wang, hablamos desde el hospital. Es sobre su esposa Kristal Wang. Su hijo acaba de fallecer… y ella…
Alonzo interrumpió la llamada con un grito sordo.
—¡Kristal ya no es mi esposa! ¡Y ese bastardo no es mi hijo! Si no saben qué hacer con él, ¡lancen su cuerpo a la fosa común! ¡Déjenme en paz! —gritó, y luego, con un movimiento brusco, colgó