Fernanda salió del hospital con el corazón oprimido.
Condujo sin rumbo fijo, con la mirada nublada por las lágrimas. No podía seguir engañándose, no podía seguir luchando contra lo inevitable.
Creía que Matías nunca la amó como ella lo hizo. Y, si quería sobrevivir a esta tormenta, tenía que arrancarlo de su corazón.
Cuando llegó a casa, Roma estaba esperándola en la sala. Apenas la vio, se puso de pie con preocupación.
—Fernanda, ¿qué pasa? ¿Estás bien?
Fernanda intentó contenerse, pero al ver la mirada preocupada de Roma, todo su autocontrol se derrumbó.
Sus labios temblaron y su pecho se agitó antes de que su fortaleza se hiciera añicos. Se cubrió el rostro con ambas manos y sollozó, dejando escapar todo el dolor que llevaba dentro.
—Lo siento, Roma… lo intenté todo, pero… —su voz se quebró—. Matías no me ama. Y yo… yo debo dejar de amarlo si quiero sobrevivir.
Roma sintió un nudo en el estómago al ver a Fernanda tan destrozada. Conocía bien ese dolor, el vacío de amar sin ser corre