Matías estaba en su despacho, la luz tenue de la tarde colándose a través de las persianas.
El sonido del papel al ser volteado y las hojas que crujían al ser examinadas llenaban el espacio vacío.
Estaba a punto de terminar, mientras firmaba unos contratos.
Cuando esa mujer irrumpió repentina en la oficina.
No había tocado. No había avisado. La mujer irrumpió sin más, y una ola de rabia recorrió su cuerpo como un torrente violento.
—¡Maldita sea, Laura! —exclamó, levantándose abruptamente de su silla. La furia lo consumió al instante, pero su voz, tensa y llena de desprecio, fue lo único que logró salir. —¿Qué diablos quieres? ¿Quién te dejó entrar después de lo que hiciste?
Laura, con los ojos vidriosos y el rostro pálido, no dijo una palabra.
En lugar de contestar, se dejó caer de rodillas ante él, el sonido de su caída resonó como una súplica silenciada.
Y entonces, sin previo aviso, la vio aferrarse a sus piernas, su cuerpo tembloroso, las manos presionadas con desesperación.
—¡Per