El aire nocturno estaba impregnado del aroma a desinfectante cuando Roma cruzó las puertas del hospital.
Su corazón latía con fuerza, no por prisa, sino por el peso invisible que cargaba en el pecho. Se detuvo por un momento, sintiendo el eco de sus propios pasos sobre el frío suelo de la entrada.
Había cerrado una puerta en su vida, pero otra, una mucho más grande, acababa de abrirse.
Levantó la mirada y ahí estaba él. Giancarlo. Esperándola con la paciencia de un hombre que entendía sus silencios mejor que nadie.
Apoyado contra su auto, con el rostro serio, pero los ojos llenos de una calidez que parecía envolverla sin necesidad de palabras.
—Giancarlo, yo… —su voz se quebró.
Él no esperó a que terminara.
La abrazó con fuerza, sosteniéndola como si pudiera absorber parte de su dolor.
Roma sollozó contra su pecho, sintiendo cómo sus lágrimas se mezclaban con el aroma familiar de su piel.
—¿Vamos a casa? —preguntó él, su voz suave, ofreciéndole refugio en tres simples palabras.
Roma se