POV RENATA ESQUIVEL
Por suerte alcancé a tomar mi vuelo.
Apenas llegué a Bruselas, lo primero que hice fue dirigirme al hospital. Mi corazón latía con un dolor que no podía contener, un mal presentimiento me oprimía el pecho.
Corrí por los pasillos con mi maleta en mano, buscando la habitación de Sebastian. Al abrir la puerta, mi corazón se hundió: él no estaba allí. Miré el reloj y recordé que era la hora de su terapia de transfusión sanguínea. El pánico me recorrió de pies a cabeza.
—¡Oliver! —grité en mi mente, desesperada—. Él debe saber qué está pasando.
Tomé el teléfono y marqué su número. Tres timbradas… y nada. No contestaba. Nuevamente. La angustia se volvió insoportable.
Regresé a la habitación de mi hijo, las lágrimas amenazaban con desbordarse. Me acerqué a la estación de enfermería; las enfermeras me reconocieron y me saludaron con atención, pero yo no podía esperar. Con la voz temblorosa, pregunté:
—Chicas… ¿han visto al doctor Oliver?
—Sí, doctora —respon