La habitación de Sabrina estaba impregnada de un aroma suave a jazmín, proveniente de la vela que ardía sobre el tocador de madera tallada, la cual había puesto por recomendación de Clara. Según su cuñada, aquello servía para calmar los nervios. La luz del atardecer se filtraba por las cortinas de seda, iluminando el vestido negro que yacía sobre la cama como una promesa de elegancia.
Sabrina, sentada frente al espejo con las manos temblorosas, trazaba una línea de delineador junto a sus párpados. Cada trazo era una batalla contra su ansiedad. "No puedes fallarle", se repetía mentalmente, imaginando la mirada orgullosa de Edwards al verla brillar en el evento. Pero su reflejo en el espejo le devolvía dudas: el escote del vestido le parecía demasiado atrevido, y el brillo de sus aretes de perlas, casi una burla a su modestia de siempre.
El crujido de la puerta al abrirse hizo que Sabrina saltara, manchándose la mejilla con el rubor que sostenía. Ana se detuvo en el umbral, los brazo