La mañana se filtró entre las cortinas como un susurro de algodón, tibia y ajena al vendaval de la noche anterior. Edwards observó a Sabrina dormir, sus pestañas temblorosas proyectando sombras de cuento de hadas sobre mejillas aún pálidas. La habitación olía a lavanda y café recién hecho, un bálsamo contra el fantasma de Joaquín que seguía merodeando en los rincones.
—No te muevas —murmuró cuando ella intentó incorporarse, su mano grande pero delicada presionando su hombro. —El médico dijo reposo absoluto.
Sabrina entrecerró los ojos, una mueca de dolor escapándole al rozar el tobillo vendado. Edwards se arrodilló junto a la cama, su aliento caliente acariciando la piel de su rodilla descubierta.
—¿Duele mucho? —Preguntó, y en su voz resonó la culpa de mil preguntas no hechas: ¿Por qué no te protegí antes? ¿Cómo pude dudar?
Ella respondió con una sonrisa cansada, los dedos jugueteando con el borde de la sábana.
—Menos que ayer —mintió.
El desayuno llegó en una bandeja de madera g