El salón resplandecía bajo la luz dorada de candelabros de cristal, con arreglos de orquídeas blancas flotando en centros de mesa de ónix pulido. El murmullo de risas y copas de champán chocando se mezclaba con un vals discreto tocado por un cuarteto de cuerdas. Sabrina sintió el roce de su vestido de seda color negro contra las medias de encaje, mientras el perfume a gardenias del aire le recordaba a las fiestas de su infancia, aquellas donde todo era inocencia, aunque claro, estaban muy lejos de tener semejante lujo y opulencia.
Al soltar el brazo de Edwards, un escalofrío le recorrió la espalda. Su esposo le apretó la mano un segundo —un gesto mecánico, sin calor— antes de perderse entre hombres con trajes impecables que hablaban de contratos y yates. Sabrina respiró hondo, clavando las uñas en su pequeño clutch de perlas. Caminó hacia una columna tallada con motivos barrocos, pasando junto a mujeres que susurraban tras sus abanicos de plumas. Su mirada se posó en un fresco del tec